Política sentimental

Que uno gane o pierda no parece que sea lo más importante, hablando de política, y de cualquier otra cosa. Si miramos dentro de nosotros, si nos ponemos en frente del espejo – el que no miente – parece que aceptar una derrota no es tan sencillo, pero nos ponemos el antifaz de que, de alguna manera, hemos ganado. Después de haber soñado con las glorias del triunfo, con los laureles de la inmortalidad, los resultados de la batalla nos dejaron más heridas sangrando que al que luchaba con nosotros (o contra nosotros). Ganar es algo en lo que iba nuestra vida en papeles de hipoteca; no tuvimos en cuenta el amargo que al perdedor tiñe de pura pérdida. Y cuando la realidad de la victoria ajena nos empapa de decepción, pensamos que perdimos el mundo entero, porque por él estábamos apostando. La bandera victoriosa se pasea por la calle haciendo el ruido suficiente para que todos los perdedores se enteren de quien ganó. Parece que has ganado más si ves la cara de tu enemigo derrotado. ¿Qué tiene esto de ganar que nos hipnotiza hasta creernos poseedores de verdades absolutas? Zumban las abejas en los oídos de la huida derrotada y sin energías; que nos hacen pensar que no merece la pena tanto esfuerzo para, por ejemplo, una simple alcaldía.
“Tanto esfuerzo tirado a la basura en poco tiempo. No puedo más. Si me retiro ahora, descansaré. Zumban otra vez en los oídos las abejas. Bañado en sudor innecesario. Ñoño me siento, es decir, caduco, apocado. Tonto de mí, que pensaba que hacer política era andar sobre caminos allanados. Kilómetros recorridos por miles de plazas. Huidas disfrazadas de retiradas a tiempo. Ñoño me siento. Y aunque la derrota me ahoga y me seca la boca, y me retira las palabras que tanto me dieron en otro tiempo, no me rindo por perder una batalla, que continúa la guerra. Kilos perdidos de mi cuerpo y regalados a otros que ganaron el alimento de mi bandera. Voy a renovar mis votos – nunca mejor dicho – y voy a seguir en la lucha. Que no hay pérdida que me ate ni energía que yo no invoque para luchar por lo que quiero.”

La Luna

Este artículo fue publicado en "Día a día" en Agosto de 2006 durante uno de mis viajes a China.


Una milenaria leyenda china habla de cómo una mujer fue desterrada a vivir en la cara oculta de la luna. Era esposa de Hou Yi, un personaje mitológico que derribó con sus flechas nueve de los diez soles que existían en su tiempo, consiguiendo como premio un remedio capaz de hacerlo inmortal; pero la dama, conocida con el nombre Change, lo probó a espaldas de él, y como castigo, despegó de la Tierra volando hasta la luna y se quedó allí para siempre. Antiquísima metáfora de la curiosidad de la mujer y de la prepotencia del hombre.

Desde siempre, muchos poetas, bohemios y locos se han visto hipnotizados por la claridad y el misterio que la luna ofrece; de tal manera que nos hemos enamorado con y de ella, y damos en herencia a la siguiente generación nuestra lunática devoción. ¿qué tiene la luna que hasta la más guapa que conozco, con sólo tres añitos me preguntaba por ella? “Mira papá que bonita está la luna hoy”… “La luna es como tú niña, siempre está bonita”. Calurosa y malvada luna de verano, que no dejas dormir a los amantes cuando están juntos, y no les dejas soñar cuando están lejos. Luna rodeada de estrellas, que son tus adornos; rodeada de nubes, que son tus vestidos. Luna que te coronas de círculos de luz para mandarnos mensajes de alegría, de esperanza, de misterio. Luna que mueves el mar, la otra inspiración de los poetas. Luna que haces de partera cuando nace un niño, que eres la vela cuando muere un viejo. Luna que te vas y te vienes jugando con mis anhelos, con mis ánimos, con mis sueños. Luna tímida y coqueta, que sin parar de hablarme, me escondes la cara cuando te vas a lavarte el pelo antes de tu fin de semana, y me obligas a imaginar tu sonrisa… déjame verla el lunes de tu calendario. Brújula del caminante; única luz del noctámbulo, novia del soñador, inspiración de mil leyendas. Luna perenne, dame tu secreto para no envejecer y poder así quedarme contigo más años de los que mi cabeza pueda soportar. Luna lunera, la de las canciones. Luna clara que estás tan cerca y tan inalcanzable. Eterna luna, ¿no será eso lo que busco en ti? ¿la eternidad imposible? Luna femenina, ¿no serás tú la costilla que me falta? ¿no serás la que me hace respirar cada día? ¿la que me regaló un anillo en forma de eclipse de luna? Luna redonda, que eres la misma siempre, en Pekín y en París. Luna graciosa, que eres la misma siempre, desde Change hasta mi niña.

El examen final

Estamos nadando en estas aguas que fluyen entre la corriente invernal, ya guardada en el cajón de los buenos y malos recuerdos, y la estival, la que promete buenos tiempos y que luego nos traiciona. Así, en esta primavera con poca alergia y muchas flores, nos ambientamos en bodas, bautizos, comuniones y demás festivales familiares donde los pobres estrenan ropa nueva y los ricos acuden con la misma corbata de siempre. Menuda distracción para los estudiantes. Ellos, mi primo el de Sevilla y alguna amiguita nueva de Almería, por poner dos ejemplos, inundan sus sentidos de papeles, apuntes, fotocopias, páginas web milagrosas y todo lo que sea susceptible de caer en el examen final. Alquilada la isla del estudio, se concentran en sus temas desde los que desconectan del mundo real: durante estos días no hay muertos en Irak, ni manifestaciones de ETA, ni mamá te dice – aunque te lo diga no la oyes – que tienes que tomar leche; que es muy importante para ti.

Recuerdo que parí mi blog diciendo que me sentía como cuando no había estudiado lo suficiente para un examen. Lo que ocurre es que este examen no era un final para mí, sino un medio; es decir, que no tengo miedo al suspenso. Tomarse la vida como un examen final puede ser contraproducente, porque cada cosa que haces tiene que salir bien por cojones. ¿Cómo sabes si ha salido bien? ¿Quién es el profesor que te corrige los fallos? ¿A quién reclamas si no te sientes satisfecho con la nota? Tomarse la vida como un examen final es un error, porque de errores es de lo que vivimos, y no de aciertos. De los aciertos no aprendemos; nos dan un sabor dulce, victorioso y nos elevan más alto de la cuenta. De los errores, de tantos y tantos, sí podemos sacar jugo. Además, a estas alturas, si suspendemos, nos presentamos a la próxima convocatoria, donde la lección está más que aprendida.

Los nervios del examen, para el examen; para todo lo demás: tranquilidad (mira quién fue a hablar). Mientras el personal de abordo engulle menús de boda, bautizo o comunión, vosotros estudiáis; y yo, que ya suspendí todo lo que tenía que suspender, este fin de semana estuve pintando de azul y blanco mi paisaje marino a mil kilómetros de la playa. Suerte.

El bar la Cueva


Este artículo fue publicado en "Día a día" en diciembre de 2006. Después de 6 meses cambió el párroco y el sacristán, pero yo sigo en la misma iglesia: El bar la Cueva.
Hoy, domingo por la noche como casi siempre que me pongo el antifaz, es un poquito más temprano que de costumbre. Los niños están en la cama – la mitad durmiendo, la otra mitad protestando porque quizá no tengan nada con qué soñar todavía – y aprovecho el momento para sentarme en frente de mí mismo, como cada semana. Hoy, además de un cigarro cada 10 o 15 líneas – según la cercanía de las musas – me he puesto una copa. Y me gustaría brindar por alguien. Por Rafael, su mujer y su hijo. Brindo por su salud, por la alegría de sus vidas y porque a mi hijo le pase alguna vez algo así: Que vea como el bar donde se le iban los pies nada más salir de casa, sin preguntarse dónde vamos hoy, cierre. Vamos, no cierra exactamente, pero “el lomo a la Cueva” ha pasado a un lugar donde el paladar sólo se puede ya recordar. Si esto le pasa a mi hijo tendrá la sensación de haber estado en el final de un capítulo de la novela que escribimos los marteños. Y saldrá de su cabeza un “gracias” por cada recuerdo, por cada copa que vaya archivando en la memoria. Vosotros que tanto nos habéis hecho beber, para vivir, para olvidar, para disfrutar, para compartir… ahora nos hacéis recordar lo bebido y no olvidar lo vivido. Gracias por la cercanía, por el trato tan personal como el que mi padre me puede dar cuando me invita a comer o me abre una botella. No se puede estar mejor en un sitio donde hasta los manteles eran los más castizos de Martos. Un sitio donde los clientes, adornaban por navidad, las cervecitas y el vino, con villancicos a golpe de zambomba y pandereta. Un sitio donde un partido de fútbol despertaba el ingenio de la tertulia hasta el pitido final; y después del partido: “llena Rafa que me voy”. Dice un autor de carnaval que en los bares se reza más que en las iglesias. Y digo yo que más vale un vino en La Cueva, que el vino de misa por muy bendito que sea. Aunque no nos guste, los bares, es verdad que son como las iglesias, así que si te vas, Rafa, nos hacemos feligreses de otra parroquia donde le la cerveza y los chistes corran por el mostrador como lo hacían en tu casa. La semana pasada hablé del café Kleber de París. Hoy del Bar la Cueva. ¿No será que los años que hoy cumplo son demasiados para beber en exceso y demasiado pocos para hacerlo sólo? El que se refugia en el vino, no busca otra cosa que soltar la lengua a lo que esta mierda de vida no te deja decir. Así que me busco otro bar hasta que me lo cierren otra vez. Llena Rafa que me voy. Va por ti Rafa, que te vas.

La Campaña

Tres y media de la madrugada. El candidato entra por fin a su dormitorio tirando con desprecio del nudo de la corbata y sacando un zapato con un golpe de puntera del otro. Su esposa, ha oído las noticias en la radio varias veces repetidas, incluido un breve comentario a cerca de su perfecto marido, el candidato a la alcaldía de la ciudad de su nombre, el inmaculado político de costumbres impecables como sus puños y sus modales. Se mete en la cama y su mujer dormitando se acerca a darle un beso y a preguntar que tal el día:
- ¿Qué tal el día cariño?
- ‘Uffff, ¡¡¡hasta los huevos!!! Pues no que viene el jefe de campaña y nos dice que hemos bajado casi tres puntos en intención de voto en una sola semana… que ‘tocapelotas’… precisamente ahora que es cuando más presión estamos poniendo. Nos estamos dejando la piel. Son las tres; mañana a las siete y media vamos a preparar una charla que tenemos con las asociaciones de mujeres para explicarles nuestra política en el área de la mujer. No duermo, estoy baldado, y encima me dicen que no lo estamos haciendo muy bien. A ver mañana que tal se nos da esto de hablar de igualdad con las mujeres. Es un sector clave el femenino; nos puede dar la llave de la victoria el día de las elecciones. Hemos estado pensando en proponerles actividades culturales para ellas. Y crear una oficina de la mujer donde puedan ir a resolver sus dudas. En fin, de momento es que no tenemos mucho más que contar.
- Cariño. Puedes simplemente decirles que te comprometes a estudiar sus propuestas. Si te muestras receptivo ellas te harán más caso. Se trata simplemente de escuchar. ¿no?
- Calla mujer, tú no entiendes de eso. Anda duérmete, que bastante tengo yo ya con lo que tengo.
- Como quieras cariño. Buenas noches. Los niños preguntaron por ti. Les dije que papá estaba muy ocupado… Yo estoy bien. No te preocupes.

El hechizo

Este es un post dedicado a Coblenza, por su templanza, por su experiencia, por su ciencia, por su sapiencia... por ser Coblenza. Gracias.

Había una vez un brujo que nunca dejaba ver su verdadera cara. Era un brujo de los de verdad; de los que embrujan. Con su esperpéntica nariz aguileña asustaba a las niñas (y a las no tan niñas); y con sus ojos, capaces de leer hasta el rincón más escondido del alma, las ponía en evidencia; pero sólo ante ellas mismas. Con delicadeza, con eterna lentitud, las hechizaba.

Se vio empujado a aprender las artes y mecanismos del hechizo a raíz de un abandono amoroso que sufrió hace ya 800 años. De sus antepasados, recibió como única herencia una espada y un escudo, que eran más moriscos que morunos y más conversos que cristianos. Roto de amor, se decidió a vender sus armas – de nada le servirían – y en uno de tantos mercados ambulantes que recorría, bajo la muralla de un castillo ya conquistado en otra guerra, acordó un trueque con un árabe que le dio una bola de cristal y un libro.

Más de mil veces giró la luna alrededor de su cabeza mientras él se entregaba al estudio y, más tarde, a la confección de nuevos hechizos. Cuando por fin estuvo preparado se decidió a buscar a una mujer que confirmase que el esfuerzo realizado había merecido la pena. Un día creyó haberla encontrado, más bien por trabajos que achacamos a la casualidad que por otros por los que es destino se esfuerza, y comenzó a mirarla de aquella secreta manera que el libro explicaba; pero mientras la miraba, la veía: jugaban los dedos con el final de su pelo, que era el reflejo de un pozo sin fondo. Torcía levemente el cuello en señal de coqueteo mientras sonreía sólo con la mitad de su boca. Y con sus misteriosos ojos entreabiertos dejó escapar la luz suficiente para dar una voltereta al hechicero, y dejarlo, a él y a su pretensión, hechizados.

El hechicero hechizado sucumbió ante la que, en un principio, iba a ser su examen final. Asustado, se alejó de ella, pero aun estando lejos, la veía en su bola de cristal. Su historia duró todo lo que la hechicera sin estudios quiso. El último día, justo delante de un beso de despedida, le dijo: “A ver brujo mío. Para deshacer el hechizo antes de que me vaya, dime qué quieres ser cuando salgas de mis ojos”. El brujo no sabía qué contestar, pues, cualquier elección le dejaría sin su compañía, sin su hechizo eterno que secaba su boca de miedo. Al fin contestó: “Quiero ser un árbol”. La muchacha preguntó que por qué no prefería ser un valiente soldado para luchar por su amor, por ejemplo. El le dijo:
“No tengo espada ni escudo. No hay batalla que librar. La única forma de que seas tú la que caigas en mi hechizo es esta: te abrazaré con mis ramas, te cubriré con mis hojas y con la inagotable savia que llevaré dentro, escribiré un cuento para tí cada vez que vengas a mirarme. Llévate la bola de cristal y verás mis ojos en frente de tí cada vez que quieras. Pero vete ya, que mis pies ya están abriéndose paso entre la tierra para enraizarse.” Y, claro está, el hechizo duró para siempre.

Niña, ¿tú cuando ves un árbol no lo escuchas? Asómate a la bola de cristal, pero con cuidado, o te puedes encontrar mi verdadera cara.

Me alegro

No tengo últimamente muchos motivos de alegría. Pero hoy me alegro de algo. Me alegro de que nadie hable ya de ETA, aunque siga extorsionando, o dudando, como un cowboy, si va a colgar las pistolas antes de jugar la partida de póquer de la paz. Y me alegro enormemente de que la niña segunda de la Leti, coronada y de glóbulos azules llena, no haya ocupado tanto espacio como en su día ocupó la hermanita, o Froilancito, o la saga clónica de urdangarines; la verdad, todavía no sé si tiene el puntito Borbón, necesario para deslizar el tacatá por los pasillos de palacio, o es más asturiana que la leche del cartón del prica. Ni me importa; por eso me alegro. Y me alegro – no se vayan todavía – de que ya no echemos cuenta al cierre de empresas y la pérdida de puestos de trabajo en la bahía de Cádiz; eso de manifestarse todos los días llega a resultar aburrido. Además, si no hay posibilidad de solución política, vamos a distraer con otra cosa, que ya vienen por ahí las pregonadas elecciones, donde alguna alcaldía que otra puede peligrar si el aspirante utiliza el batacazo de Delphi a favor suyo. Y me alegro de que no me machaquen todos los días con lo del cambio climático. Es que no me dejan abrir el grifo tranquilamente, ni coger el coche para ir a comprar tabaco, ni comprar tabaco, ni agujerear la capa ozono como a mí me de la gana. Anda, si ahora va a resultar que no llevo razón.

De verdad que me alegro de que no se hable de estas sandeces que tanto manipulan al personal. Disfruto más estos días de noticias donde sólo se habla de la Pantoja y su tonadilla camino del juzgado. Eso sí que es una noticia. Ya la podían haber esposado antes, y así nos hubiéramos ahorrado tener que asquearnos al saber lo que gana Rajoy, o de lo que vale un café zapatero. Veréis: si la señora entra en la cárcel de la bata de cola inmobiliaria, donde hay ya más constructores y concejales que en los ayuntamientos, yo no me alegro (ni me dejo de alegrar, vamos). De lo que me alegro es de que después de mirar el mueble de los CD’s, he respirado tranquilo. No hay ninguno de Isabel Pantoja.

Memoria de mis putas tristes

¿Quién no conoce a Gabriel García Márquez? ¿Quién no lo ha leído? Bueno. Yo no lo hice hasta hace unos meses. Y voy a repetir. Ya lo creo. El libro en cuestión se titula “Memoria de mis putas tristes”. Confieso que llegó a mis manos porque el título llamó mi atención. Del interior os cuento un poco; pero mejor lo leéis. No es una recomendación, es casi una necesidad.

El libro empieza así: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabárcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás.”

El anciano, que presumía de no estar casado porque las putas no le dejaron tiempo, decidió darse un homenaje ya que, confesaba, a esta edad, una hora es un año. El personaje es un periodista que escribe una columna semanal en un diario local, sin pena ni gloria, ni fama, ni renombre; y que desahoga, a la luz de todos, sus instintos en casa de Rosa. El día que la conoció (a la niña), cambió su manera de escribir, y de vivir, por supuesto.

“No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada… alumbrada por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla… era morena y tibia… los senos recién nacidos… lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos.”

La llamó Delgadina en memoria de una canción; y establecieron un diálogo sin palabras que hizo olvidar el objetivo primero que le hizo entrar en ese cuarto. A partir de ese día empezó a escribir sobre el amor, sorprendiendo a su público por el drástico giro que dio su editorial, en otro tiempo más informativo, menos sentimental. Se refugiaba en la música clásica para relajar las ausencias de Delgadina, y no tener que contar las horas que faltaban para verla. Cantaba en voz alta como un loco.

“Cantaba duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara y tangos de Gardel y comprobé una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años.”

La locura del amor tardío e inesperado le hacía hablarle al espejo. Su desvarío, en palabras del libro: “…Era tal que en una manifestación estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.” Aunque no hablaba con ella – sus noches se limitaban a susurros de él, y a respuestas con el cuerpo de ella mientras dormía, por miedo al principio, por amor con el paso de los días – ni llegaron a hacer el amor, le dejaba mensajes escritos en el espejo con el lápiz de labios. Una vez escribió: “Niña mía, estamos solos en el mundo.”.

Todo esto fue así hasta que Delgadina, un día, no estaba. Entonces inició su búsqueda agónica que… me parece suficiente. El resto queda para vosotros.
Sólo una frase más. A los noventa años el personaje deduce: “Siempre pensé que morir de amor era una licencia poética”. ¡Qué noventa años! ¡Quién los pillara!

Mi amigo el facha

Mi amigo el facha es, además de facha, gilipollas. Porque cree que es un tío abierto de mentalidad. Vota a izquierdas (todo lo que el PSOE pueda ser de izquierdas); no va a misa porque le parece un rollazo intragable, pero se parte el pecho, se raja el hombro o se abre los pies en una procesión. Es muy coherente con lo que hace y dice; a mí me recuerda a un cura o a un político: no se cree lo que predica. Pero es muy ordenado: le gusta que los moros estén en África, los sudacas en Sudamérica y los rumanos en Rumania. Cada uno en su país, que para eso pusimos aquí las fronteras a base de hambre y guerras. Mi amigo el facha en un corrillo donde se abren las carnes a los ausentes, raja como el primero; pero a la hora de la verdad, su nombre no aparece en ningún sitio.

Pero lo que más me gusta de mi amigo el facha es su actitud con las mujeres. Predica la igualdad – miles de veces lo he oído hablar sin saber de los derechos de la mujer – pero le encanta poner a su pareja de cojín cuando vuelve del trabajo y descargarle todas sus frustraciones sin haberle preguntado si quiera ¿cómo estás? Él es de los que piensa que un hombre que hable de sexo es un tío que sabe, que presume, que puede; y una mujer que hable de sexo es una calentorra. Si un hombre le dice guapa a una mujer, es un machote como dios manda (la minúscula en dios no es un error de imprenta); si una mujer le dice a un hombre guapo, esa es de las que mojan, que guarra.

Últimamente estoy descubriendo que como mi amigo el facha hay un montón más. Tú ves a un tío que va de progre por la vida y no te cuenta nada más que lo perfecta que es su casa, su coche y su equipo de fútbol, y ahí tienes a una copia de seguridad de mi amigo el facha. Por si se acaban. Si yo fuera mujer – me encantaría serlo pero en esta vida ya no – me casaría con mi amigo el facha. Para poder presumir de marido en el ‘super’, en la ‘pelu’ o donde me dejase ir sola. Qué bonito, ¿verdad? Confieso que mi amigo el facha es una invención mía. Nadie conoce a alguien así. ¿A que no?