Había una v
ez una mujer que contaba cuentos a los niños de todas las edades. Era una mujer con más de 700 años – cada semana cumplía uno – pero con una piel blanca y suave como cualquier joven de su edad. Tenía unos ojos negros que eran como bolas de cristal de donde hacía salir la magia de sus cuentos. Un día llamó a casa a un grupo de niños y niñas y los sentó alrededor de la chimenea para contarles un cuento muy triste. Los niños vieron que la anciana de la eterna cara joven había envejecido de repente. Ella les dijo: “Mirad niños. Os voy a contar el secreto de mi juventud. Ninguno de los cuentos que os he ido narrando en estos años es mío. Ahí está el secreto. Cada cuento que recibía provenía de una persona diferente, tenía una opinión diferente, a veces, sobre el mismo tema; pero todos y cada uno de ellos fueron contados aquí. La magia surgía en vuestras caras; y habéis sido vosotros los que me decíais con expresión de satisfacción o de incredulidad si el cuento era un buen cuento o no lo era. El otro día me sentí mal; ya estuve así otras veces, así que no le di importancia. Vino el doctor a hacerme un reconocimiento y me dijo que la pócima que estaba tomando ya no me hacía efecto. Me diagnosticó una carencia de vitaminas esencial para continuar con mi vida. Después de buscar y buscar por todos rincones de este inhóspito bosque, me dijeron que la fórmula que necesito no existe (al menos no está a mi alcance). Así que este es mi último cuento. La próxima semana cumpliré 769 años y moriré de vieja, que es la forma en que todos debemos morir, para que sigan otros más jóvenes. Y moriré en Navidad, porque es mejor renacer que morir. Gracias.”
Me fui de allí con un sabor a melancolía que llenaba mis pensamientos de recuerdos: mis cuentos nunca fueron mágicos, pero ella supo cómo vestirlos con brillantes. Mis opiniones políticas, mis viajes, mis carnavales, mi vida, mis críticas, mis elogios, mis paisajes, mis deseos tomaron la forma de cuento de Navidad en la puerta de un cementerio. Cogí el antifaz y lo miré por el otro lado, por donde vosotros lo miráis siempre y yo nunca. Era brillante, plateado lunático, y con una cinta de raso del color de un amanecer. Lo enterré al pie de un árbol y tapé el hueco con un montón de hojas secas. Me fui de allí pensando: “Gracias vieja por los 160 años que pasé contigo. Nos vemos “Día a día”.

Cuando volví a la casa, ya no estaba. La mecedora brillaba reflejando las llamas de la chimenea. Todavía se mecía ligeramente, pero ella ya no estaba.

