Árabes


Lahila, Lahila - Arabian Music - Arabic #31


Me encanta verles por la calle; es como retroceder setecientos años en el tiempo. Me gusta. Me provoca parar el coche a observarlos salir de las casas del barrio moruno donde yo vivía cuando niño, mirar como pintan la puerta, como raspan la historia en las conchas antiguas de cal de la fachada antes de añadir una nueva capa de limpieza, de reflejo exponencial de sol. Me relaja mirar sus zócalos pintados con esa geometría repetida, que a mí siempre me parecen estrellas de ocho puntas, compradas en el mismo sitio donde a Muhammad ben Yusuf le diseñaron la Alhambra. Se me dibuja una sonrisa al ver esas chilabas, la gente en chanclas de cuero, las mujeres con un pañuelo para el pelo como el que se ponía mi madre para subir en la moto con mi padre, con un cerco en los ojos que profundiza hasta la piel del alma, los hombres con taqiya blanca o roja.

Escuchar esa música se me hace familiar; quizá la escuché en Tarifa, en Córdoba, en ciertos pueblos de la Alpujarra. Quizá tenga la misma esencia que una guitarra en Jerez. No sabe a nuevo ni a extranjero. No se oye extraño. Son los que en lugar del integrismo practican la integración sin propaganda. Estos son los que van a pedir sal a la vecina, los que buscan trabajo, los que te preguntan para qué sirve un papel que les ha llegado por correo, los que compran poco porque no tienen para pagar más.


Se saben diferentes, a pesar de la cercanía; se saben señalados, observados, bajo sospecha constante. Y eso les asusta, les impide mostrarse como son. Se organizan en manadas para escudarse de las agresiones de los supuestos dueños de la tierra que habitan. Son una especie de tribu en la parte vieja del pueblo. Un oasis en medio de la arena pegajosa de la que nos impregna esta europea e inhumana forma de vivir. Son sureños en el norte, el salto de la valla, las costillas de la barca tatuadas en la mirada perdida y solitaria, el milagro sin santos, un canto a la luz, blanco sobre blanco, unas brasas aromáticas, la sabiduría de siglos, los cómplices de la naturaleza, la guerra escrita en los libros sagrados, el hambre de sus antepasados, el sabor fuerte, el olor suave, la identidad en la puerta de la calle, el mundo al revés para los que les gusta organizarse por países, por continentes, por hemisferios.
Mi hija sale del colegio hablando son su amiga Mariah; contándose secretos de princesas de las mil y una noches. La niña me sonríe como los demás niños podrían hacerlo, pero el rimel sin pintar que tiene su mirada me cautiva como ningún niño me cautivará jamás.

Embusteros



Ya estoy harto. Esta es la entrada más seria que he escrito nunca. De verdad, estoy harto. Por más que me paro a saborear las cosas, me quedo con el paladar de sucedáneo de algo, de otra cosa que era lo que buscaba y encuentro imitado. Estoy harto de que la mentira sea un virus contagioso y adictivo. Harto de que al caminar por las aceras de la vida encuentro trampas que me hacen tropezar en cada baldosa. Y estoy harto de que traten a los inválidos de distinta forma a los bailarines, y de que los fariseos se reproduzcan como conejos, como ratas, en lugar de ser una especie en fase afortunada de extinción, y de que las lenguas se atonten, se callen, y se nos vaya toda la energía a la violencia de los puños cerrados y a las venas inflamadas en los ojos.


Estoy harto del odio. Del odio sin motivo para odiar, del odio envidioso, sin saber que el odio es la más injusta de las injusticias, porque siempre hay quién necesita más que nosotros y les descuidamos mientras odiamos a otro; alguien que necesita más cariño, más comida, no estoy hablando de un teléfono móvil que te dice lo que tienes que hacer en cada momento; estoy hablando de agua para la sed, de amor para sentirse vivo.


Estoy harto de que el que provoca los delitos sea otro distinto al que los comete, y así ellos nunca van a la cárcel. Y de que en los concursos callejeros, un concursante privilegiado con una chequera gordísima en el bolsillo interior de la americana, compre el premio, o el jurado lo venda al que más pague. Y de que los predicadores sean buenos por el simple hecho de que no se les trabe la lengua, independientemente del sermón; y si huelen a podrido somos capaces de llegar a que nos guste el olor.


Rebelaos. Tirad de la manta. Señalad al embustero hasta que la vergüenza lo mastique. Salid a la calle con pancartas. Reivindicad lo puro, lo auténtico, lo sincero, aunque no sea una verdad absoluta. Desterraos si hace falta. Arrancad los pies de la tierra que os ata la conciencia. Exiliaos a una isla donde sólo haya aguas en calma. Bebeos la vida en tazas de café. Sed los protagonistas de vuestra historia; no los espectadores, no los actores de un guión que os escriben otros. No quiero que nadie me dé mis opiniones ya pensadas, listas para usarlas. Repetid conmigo: No. Más fuerte: ¡No! No quiero a ningún Dios de mentira, ni la guerra, ni el dinero. Quiero estar vivo, y sentirlo.

Cita bíblica


Aprendí a citar la Biblia a los doce años. Mi pequeña tragedia infantil encontró refugio en unos gitanos, que hace un par de vidas que no he vuelto a ver, y que me enseñaron a fumar y a tocar las palmas. Uno era “el Viento”, y otro “el Sansón”. Y aprendí a citar la Biblia porque nuestros juegos al compás del reloj lento del verano brotaban como el musgo que crecía en las piedras de una iglesia, donde un curita con la barba muy bien recortada, que jugaba al fútbol mejor que once brasileños, me atrapó con su sonrisa de verdad antes de irse a una misión a Rwanda porque no aguantaba el mamoneo eclesiástico.


Por aquel entonces, como dice la Biblia, aprendí que el pueblo de Israel había sufrido la agresión de los egipcios, y que Dios les sacó de allí hacia una nueva tierra. El Dios castigador dejó caer doce plagas sobre el pueblo opresor. El Dios legislador estableció unas leyes que escribió en piedra a las que llamó mandamientos por cojones. Y legisló todo el comportamiento de su pueblo a cambio de la liberación, incluido el comportamiento sexual que hoy día sigue vigente a pesar de que mi ceguera no está motivada por mis pajas de adolescente.


En aquel tiempo, como dice la Biblia, aprendí que Sansón, homónimo de mi amigo el gitano alegre, se enamoró de una mujer de Gaza, y rompió con sus propias manos las puertas de la ciudad para entrar a verla. Gaza está en lo que era la tierra de los filisteos. No sé desde cuando, pero allí vivían. Cuando Dios eligió a su Bush, o Sarkozy, o Aznar de turno, al que llamó Moisés, le dio, entre las innumerables leyes, instrucciones de cómo llegar a la Tierra Prometida. Esta es la cita bíblica que estoy recordando estos días:

“… debéis arrojar de delante de vosotros a todos los habitantes del país, destruir todas sus imágenes, todas sus estatuas de metal fundido, y demoler todos sus lugares altos. Poseeréis la tierra y habitaréis en ella, pues os la he dado para que la poseáis… Si no arrojáis de delante de vosotros a los habitantes del país, los que de ellos hubiereis dejado serán como espinas en vuestros ojos y como aguijones en vuestros costados, y os hostilizarán en la tierra que vais a habitar”.
Num, 33, 51-55


A mí me dice eso Dios, y le corto las patas a la mesa de su altar. Pueblo de Israel, no lleváis sesenta años oprimiendo a Palestina, lleváis muchos más.

La serpiente


Mala Reputación - Loquillo


La serpiente se arrastra por el suelo y va dejando sus marcas sucias. La serpiente se esconde entre la maleza de las vidas de otros para no ser vista. Hace todo con maldad alevosa desde que envenenó la manzana de Eva. Es así, lo aprendió cuando era una pequeña serpiente, y ahora no sabe vivir de otra forma.


La serpiente muda la piel y deja en cada pijama una de sus múltiples personalidades, adoptando una nueva antes de que te prevengas contra ella. La serpiente es una magnífica actriz. A mí, que me ha visto algunas veces sin antifaz, me sonríe con la amabilidad de un verdadero amigo. La serpiente es carroñera, no digiere ni razona, simplemente engulle sin escupir nada, es así de voraz, de hambruna, de insatisfecha. La serpiente visita mi blog. La serpiente no tiene vida propia, se alimenta de las vidas de otros animales de la selva donde habita. La serpiente no tiene pareja, nadie aguantaría que le mordieran por la noche mientras duerme.



La serpiente zigzaguea, nunca va de frente; es una forma de caminar que le incomoda por su pretensión de ofrecer ese aspecto de perfecta serpiente, cuando todo el mundo sabe que las serpientes no son perfectas, ni las personas. La serpiente baila delante de ti y te hipnotiza, te mira fijamente y te cuenta historias inventadas para que parezcan reales, para que vivas de ellas; es su forma de hipnosis. La serpiente es un reptil por mucho que pretenda amamantar a sus crías. La serpiente hace sonar el cascabel justo antes de sus ataques mortales. Ya lo oigo.
Ya la veo venir. Pasa por aquí sin dejar rastro para husmear y luego escupir el veneno que te mancha la sangre. La miro sonriente. Sonriente yo. Sonriente la serpiente. Tiene ojos maliciosos de serpiente, y su risa deja ver su lengua de doble filo, de doble intención. Ya noto su piel de serpiente, fría como la sangre que tiene dentro. Ya sé cuando está aquí. Una vez me mordió una serpiente. Ahora tengo el antídoto contra la picadura de serpiente: Son mis cojones para vivir como me da la gana sin dar explicaciones.





Esto va dedicado a ti, serpiente. Porque sé que lo leerás. Porque tu aburrida y arrastrada vida no da para más que para ocuparte de los demás, y porque puede que no te funcione el televisor y ni tú misma sepas dónde ponerte el dedo corazón. Con todo mi cariño, un beso, venenoso.


El espejo




Mis hijos y yo tenemos la costumbre de subir el volumen a la música hasta que pensamos que se oye fuerte en casa del vecino. Entonces nos ponemos a bailar en frente del espejo hasta que se nos descoyunta el corazón de reír. Bailamos como si nadie nos viera, hacemos gestos al espejo y le decimos cosas feas, le sacamos la lengua, tocamos la guitarra con la imaginación, y tocamos el cielo con el culo cuando nos caemos al suelo.

* * *

Hace tiempo que el despertador se enfada conmigo porque no le dejo sonar. Me levanto antes de la hora que establece mi cuadrícula social y le tapo la boca. Me voy al espejo y casi no veo nada. No estoy; hay, sin embargo, en frente de mí un espectro aún sin desconectar del país de los sueños con cara de espectro, mirada de espectro, y un mal sabor de boca que asciende desde el infierno de mi pecho. El pelo está desordenado, a medida de los sueños de anoche. La barba no puede estar peor puesta. El conjunto es una burla de otras ocasiones en las que el espejo me trata mejor.

* * *

Suena el teléfono. Contesto que sí, que en diez minutos estoy en la puerta; acabo de arreglarme y ya bajo. Antes de llenarme los bolsillos de llaves me miro al espejo para colocarme el cuello de la cazadora como si fuera el cantante de Gabinete Caligari; el hijo puta me sonríe y me dice que ya no se puede hacer más.

* * *

Pasear por la calle es algo que no me gusta hacer si no estoy seguro de que no voy a encontrar a alguien a quien saludar. La ciudad es más huraña, más parecida a mí, por eso aprovecho mis visitas para patear ciertos sitios y jugar con mi sombra. Algún escaparate reflexivo me saluda aunque sabe que no me voy a parar a preguntar nada, quizá porque corro el riesgo de que me conteste.



Cuando escribo me veo con una claridad de manantial. Me reconozco el olor a tabaco, la sonrisa, la evasión, soy el imposible ser que cabe en una frase, el personaje y el creador, una proyección en el suelo de papel; puede que me guste más o menos, pero sé que soy exactamente yo. El reflejo nítido en un espejo hecho con mis propias moléculas. El reflejo exacto, si no usara antifaz.

Cada año



Se va el año, dicen, pero dónde. Le estoy buscando un sitio y creo que no se va, que se mete en un hueco del mueble de nuestras luchas contra el año, contra el día, contra el tiempo al fin y al cabo. Y el reloj sigue su curso, a un paso diferente del ritmo que nos empeñamos en marcar.


Ya estamos tropezando en buenos o malos agüeros, en profecías, adivinaciones que nada adivinan; y la aguja fina del reloj sigue: clic, clic... No me digan lo que va a pasar; no quiero saberlo. Si supiera lo que va a pasar mañana, desperdiciaría el día de hoy preparándome. Sigo buscando, enredándome en mí mismo, queriendo saber quién eres para saber quien soy yo, sigue la hierba creciendo si el sol asciende.


Tengo una meta mucho más lejana que un 31 de diciembre, infinitamente más alta, más imposible; mi meta soy yo y donde la imaginación me lleve; y por favor, que vaya ella siempre por delante de mí, que nunca la alcance. Dijo Mandela que después de haber subido una montaña muy muy alta, se dieron cuenta de que había muchas montañas más, y más altas todavía. Mi batalla es pacífica y solitaria. Pago con gusto a mi soledad porque de vez en cuando tengo el premio de una compañía. Yo no soy lo que escribo, soy lo que pienso al escribir, lo que no pienso escribir. Así derribo, sin tocarlas, las barreras que han instalado; barreras fronterizas en el espacio acotado con el pretexto de un idioma o una raza, y ahora barreras al tiempo. Pues yo no las veo; será que no me asusta que cada uno sea como es, y que no pregunto cómo sois. No es desinterés, es respeto por vuestra libertad, es un clamor por la mía. La hierba sigue creciendo a la luz de la luna.


Hay un reloj encima de la mesa indiferente a la emoción artificial de comerse doce uvas en doce segundos. Inmóvil, pero incansable. Para el nómada, continúa el camino. Para el navegante, el mar no se acaba. Para el campesino, la hierba que no se corta sigue creciendo detrás del reloj, de la mano del tiempo.



Eres un cabrón, pero no podrás conmigo. Ya me dejé vencer una vez y ahora me distraigo desordenando el orden establecido, infringiendo las leyes humanas y rompiendo las piedras donde escribieron las leyes divinas.



Soy un novato en esto de los cotillones de fin de año y un experto en dudar sobre la verdad de lo que pienso, y el estómago es un nido de mordiscos de serpiente, y la cabeza una pista de aterrizaje de agujas invisibles, y no voy a tomar pastillas para dejar de volar, ni voy a dar cursos de vuelo; plegué el antifaz como si fuera un paracaídas.


Tengo tres o cuatro verdades que a mí al menos me lo parecen: soy una mujer con el pelo de hierba recién crecida, una canción que saltó del pentagrama, un niño que ríe y llora, un vaso de cerveza siempre lleno, y poco más. Es una forma como otra cualquiera de vivir por encima del tiempo.

Peinture a l’huile.


Discover Various Artists!



Subir a Sacre Coeur a ver a Denis es una experiencia de la que siempre sacas nuevas imágenes. Bajo del metro en Abbesses y paso por delante del “mur de je t’aime” donde han escrito te quiero en más de trescientos idiomas. Siempre me llamó la atención cómo decir la misma cosa de diferentes formas. Voy dando un paseo sin pisar la oscuridad, las putas primero te huelen la cartera y después la bragueta; mobiliario urbano con más raíces que los árboles, con más oxido que los pies de las farolas. Entre el deterioro de algunos edificios se pueden ver carteles asomados a los balcones donde se alquilan habitaciones. En la pequeña explanada, antes de las escaleras de la basílica blanca, hay un carrusel que ilumina los dientes sonrientes de los niños y los ojos de los padres. Llego a la calle Azais con la noche oscura como el bolsillo. Se están acostando los pájaros negros en las plazas bohemias y las protestas de spray en las paredes se acaban de poner un pijama desconchado. La puerta de la pensión Montmartre es un fascículo en la enciclopedia sentimental de este barrio que interpretó la historia desde dentro de cada persona y que ahora es un precioso fondo para las fotos de los turistas; la única forma de cambiar la sociedad, es que cada uno se cambie a sí mismo. La anciana de siempre abrió la puerta con la sonrisa de siempre; como si sólo hiciera cinco minutos que la vi por última vez. Le pregunté por Denis y me extendió una mano que confunde arrugas en la piel y caminos generosos de sangre en cada vena. Decir que la luz de las escaleras es tenue sería una exageración. Se ve lo justo para no tropezar. Entre el color de la bombilla y la suciedad de las paredes por falta de pintura – ironías del lugar – se consigue un clima casi masticable; la penumbra huele al paso del tiempo y a lentitud, como la madre que el vino hace en los barriles.



Denis me abre la puerta de su casa con su cara de cuentacuentos y nos desbordamos en la cocina con la alegría del reencuentro mientras prepara un café. Me pregunta por mi escritura y le confieso que no avanzo lo que me gustaría por falta de tiempo, de concentración, y porque tantas veces escribo una frase que me gusta enfrente de mil que arrugo en folios de rabia y tiro a la papelera del olvido o me dejan ensañarme con la tecla retroceso.



- Bueno – me dice en broma para que me lo tome en serio – nos deberíamos emborrachar antes de que me digas a qué has venido; siempre me pides imposibles.
- Y tú siempre los dibujas, por eso vuelvo.
- Todavía me acuerdo de la vez que me pediste pintar de nuevo el café Kleber.
- Y yo me acuerdo de que pintaste otro café en otro rincón de la ciudad y me dijiste que el café Kleber puede ser cualquier café, que sólo bastaba con mirarlo de una forma diferente.
- Es así – me dijo sonriendo – en un cuadro hay tantos cuadros como ojos puedan mirarlo. Anda, dime qué quieres que me tienes nervioso. ¿Quieres una copa?
- Sí Denis. Te acepto esa copa. Por cierto, te he traído un vino de mi tierra.
- De tu tierra – la carcajada rebotó en las paredes de la habitación como una pelota de goma – pero si tú no tienes tierra. ¿O me estoy equivocando?
- No. No tengo tierra. Me repugnan los posesivos.
- Venga dime. ¿Qué necesitas de mí?
- Un regalo.
- ¿Para una chica? ¿Un cuadro bonito de la plaza de aquí al lado con la basílica de fondo y los pintores con su chapela ocupando toda la plaza? No me lo creo. Te estás haciendo mayor.
- No hombre, me estoy haciendo mayor, pero no tan rápido. Necesito que dibujes la Navidad a alguien que no quiere oír hablar de Navidad, que le explotan las bombillas en los ojos, que le retumban las canciones navideñas, que los dulces navideños se amargan en su paladar. ¿Me has entendido?
- Perfectamente. Podría pintar el cuadro para mí. Me ajusto como un guante a esa descripción.
- Vale. No tengo más datos que darte. Espero que sea suficiente.
- Es más que suficiente – me dijo mirando por la ventana – vente mañana por aquí.



Me sorprendí de la rapidez. Un sólo día para acabar un cuadro. Pero Denis es así; una constante sorpresa. Me despedí de él con todo el agradecimiento que cabía en una botella de vino y me metí en el primer bar que encontré a seguir regando la garganta y a buscar algún rasguño entre las almas de la noche de Montmartre con el que manchar mis papeles. Encontré a una dominicana que estaba aprendiendo francés y a lucir la lencería sin perder la dignidad a la misma vez. Un señor que parecía familiar de Denis se empeñó en tocar para nosotros todo su repertorio latino al violín. Las copas iban y venían, el violín no se iba, la gente tenía las manos y la lengua desatadas. Y en esas, acabé durmiendo en algún lugar al que ahora no sabría volver; solo recuerdo un olor en mi ropa que me transportaba al jardín de mi abuela cuando yo era niño.



Al día siguiente, después de dejarme vencer por los ataques dañinos de la cabeza y el estómago, volví a casa de Denis. Abrió la puerta con la misma ropa del día anterior, con la barba de un personaje de cuentos y unas ojeras exageradas y extrañamente sonrientes. Me invitó a pasar, me dijo que mi encargo estaba terminado, y me explicó que había estado trabajando en él toda la noche. Era un cuadro negro con millones de puntos de luz. Se veían las calles amplias de París, repletas de descubrimientos sin descubrir, y las estrechas parecían impacientes; quizá la torre Eiffel era un árbol de navidad en aquella imagen. Quizá la telaraña de calles era una selva o un desierto, o quizá las avenidas eran guirnaldas con las que adornar la noche. Al fondo el cielo tenía un regusto de azul, suficientemente corto para recordar que la noche no es eterna, aunque encantadora. No supe qué decir, pero dije: bonito atardecer.
- Es un amanecer – replicó Denis con ganas de dormir, o de café – lo que me has pedido era amanecer de nuevo, reaparecer con otras ganas, y hacer de la noche un recuerdo maravilloso. Si quieres podemos dar un paseo, así el cuadro acabará de secarse.





Pasamos el día juntos, comentando nuestras inquietudes para hacerlas parecer menos graves; salimos a comer a casa de un español que pasa por ser un famoso cocinero francés. Entre cada conversación yo remiraba el cuadro en la memoria e iba asimilando lo que Denis me había transmitido. Llegamos a casa a recoger el cuadro a esa hora en que la noche empieza a arreglarse para salir. Le pregunté si el cuadro se llamaba Navidad. Me dijo que no. Que su nombre era: la ventana. Los ojos se me fueron tan rápido como los pies a mirar por la ventana, y allí estaba el cuadro. Le miré y le sonreí. Él me explicó un poco más:
- Supe en seguida qué pintar. Querías una estampa navideña y yo la tengo todo el año al alcance de mi vista. En cualquier momento puede ocurrir lo que buscas, o incluso sin buscarlo, puedes nacer. No hay que esperar al 25 de diciembre. Quizá sólo tienes que abrir la ventana. Quizá sólo tienes que mirar de otra manera.



Antes de coger el cuadro envuelto en un papel, le di un abrazo como el que hubiera dado a mi padre el día que nació mi hijo. Me despedí de él asegurando que volvería y salí con la sensación de ser otra persona.
El clima, la gente y las calles copiaban la noche anterior. Los pájaros y Denis se iban a dormir, la visión se limitaba al primer piso de los edificios, las farolas chocaban con tacones de cuero compitiendo en altura, y mi ropa seguía oliendo a jardín. Leí un cártel de tantos como te abordan en la calle: “chambre à louer.” Anoté un número de teléfono y me perdí por la acera interminable como si fuera uno de los millones de puntos de luz del cuadro.
Feliz navidad.