
El tiempo, ese pisarse una hora con la otra en la sombra de un palo, que hacía de un puñado de horas un día, y de una brazada un año, la hicieron una mujer estudiosa. Su estudio era, más que ganas de aprender, curiosidad por comprender las cosas poco evidentes. Y así se vio sumergida, sin pensarlo, en un oleaje de folios de apuntes fotocopiados y de libros prestados. Aprendió a navegar en esas condiciones, y no dejaba de ir de vez en cuando a tocar la hierba, fresca o seca, y a mirar la sombra del palo en el reloj. Conoció a su pareja al otro lado de una ecuación que igualaba, sin resolver, su valentía y su silencio. Hicieron de dos personas una entidad superior, un algo inexplicable con palabras y fácilmente comprensible a los ojos de cualquiera. Antes de nublarse compartieron mesa y cama, sudor y saliva. Construyeron un olor nuevo con la mezcla de los suyos. Y estudiaron para entender el mundo. Y se entendieron sin tener que estudiarse. Y todo esto ocurrió antes de que se nublara.
Un día empezó a soplar el viento que anuncia la lluvia, y estuvo jugando un rato con sus pies hasta que los arrancó del suelo. Londres, Valencia, Frankfurt o Madrid fueron ciudades a la sombra, ciudades sin reloj. Estos sitios pusieron el nombre a las circunstancias que los separaron de boca y manos, aunque no de corazón. Esa hambre social, que como a los borregos, nos cría la lana hasta que estamos listos para ser esquilados, les llevó a elegir una beca, un proyecto, un contrato y una distancia. Y tras la distancia se fue, en un chasquido de los dedos, aquella forma de vivir compartida, aquellos besos llenos de risas, aquellas risas llenas de besos. Al parque se le cayeron las hojas al suelo y ella se prometió a sí misma que no pisaría las hojas, sino la hierba. Las ausencias alimentaban la angustia por la espera hasta que se hizo cotidiana, habitual como un martillo dosméstico. Tenía dentro la inquietud de cambiar el mundo, pero no sabía por donde empezar. Un día recibió un mensaje que decía:
Quisiera ser tus alas
Pero no un pájaro entero
Y si vuelas así
Sabrás como yo vuelo.
Quisiera ser tus manos
Aunque me veas manco
Y que el amor que hoy aprieta un abrazo
Nos estruje mañana la cuenta del banco.
Quisiera ser tu gato
Con las uñas mordidas
Y encelarme en tu tejado
Seis o siete de mis vidas.
Se levantó detrás del poema y supo que para cambiar el mundo tenía que cambiarse ella misma. Hizo la maleta y se fue con él abandonando el parque, el sueño, el reloj de sol y el trabajo. Desde ese día no hubo más corazones rotos que los tomates de la ensalada, ni más distancia que un ‘hasta la tarde, amor’, ni más cartas de amor que las notas en el mueble de la entrada.
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