Estos días de verano verderón estoy recordando los olores de mi infancia. Yo, que nunca miré demasiado rato seguido a los ojos del monstruo de la televisión, me crié en la calle. Desde que me despertaba el olor de los churros, hasta que el perfume de la dama de noche del balcón me cantaba suave entre sábanas frescas, estaba fuera. ¿Y el niño? El niño, en la plazoleta. Hoy andamos otro camino; mis hijos no están creciendo entre el olor del barrio que recuerdo en imágenes. El olor de los burros que salían al campo, el de los geranios recién regados, el de la herrería de enfrente, mezcla de óxido y sudor; el de los orines hirviendo al sol en un rincón de la iglesia de piedra, el olor de las zarzamoras traicioneras, que me hacían pagar con sangre una mora fresca y escondida, el olor de la navaja de un vecino que nos rajaba el balón cuando caía en sus manos, el olor de las costras de suciedad en los huesos de los tobillos, el de la camisa rota de los gitanos, el del bolso de la compra de mi abuela, donde competían el pan tierno y el chocolate de los domingos, el de los cigarros a escondidas con la cama asomada a la ventana; el de la gallina en pepitoria; ese sí que hipnotizaba; el de las virutas de serrín en el sótano de un artesano, el olor dulzón y triunfante del vino de misa robado, el olor a cárcel de las putadas de tus amigos, el del beso de huracán de aquella novia nerviosa que hoy me mira de reojo con su vestido hortera y no me saluda. En fin, aquellos olores de historia.
Hoy no huele a barrio. La niña está en el ordenador, y con suerte me dedicará una sonrisa eléctrica en una décima de segundo mientras se carga la página. Los byts y los bites se le estrellan en el iris como meteoritos. Por la ventana se ve la calle. Hoy no huele a barrio, porque hoy puedes tener la mala suerte de salir a la calle y que unos niños de 13 años te violen. Me dice sin apartar la vista de la pantalla: “¿Juegas?”.
Texto registrado en Save Creative: