Poema ilustrado

Pararse en el camino...
Seguir caminando...
Decidirlo al menos.




Es el texto de la maravilla que Manu Delgado ha hecho en una pared de mi casa.

Cabaret


Mi hermana es gilipollas. Tiene casi treinta años y nunca le sopló la responsabilidad en el cogote. Claro que, la culpa es mía. Se da la circunstancia de que mi carácter es fuerte y ella es el equipaje olvidado por mi madre en el andén de la educación; así que la cuido, la aconsejo, y además la llevo de la mano por los peores barrios de la ciudad. Pues la gilipollas de mi hermana se ha resfriado, y como no puede ir esta noche a trabajar porque no le sale la voz del cuerpo, allá que me he ofrecido a sustituirla. Sé cantar todo su repertorio, aunque nunca ensayé sus movimientos; no creo que sepa provocar, pero lo intentaré.

          Enciendo las bombillas del tocador y me lleno la cara de polvo blanco; después el maquillaje asienta el color de cara de las vedettes que más calientan el local. Los labios indiscutiblemente rojos, los ojos irremediablemente negros. Me dejo sin abrochar del todo la cremallera del vestido negro cabaret, que es un negro muy alegre, porque sino no me entran las tetas postizas. No pasa nada, las plumas lo esconden todo. Me miro al espejo antes de salir. Me gusto. Muevo las caderas y simulo exhalar el humo de un cigarro sensual, casi ordinario. Me gusto.


          La actuación no fue gran cosa, digamos que pasé desapercibida como artista, y que nadie notó que era un hombre; al menos, nadie lo dijo. Mientras me quitaba el disfraz y arrancaba el antifaz de cabaretera con una toallita sonó la puerta del camerino. Era Carol, la medio novia de mi hermana que entraba a felicitarme. Ella no necesitaba permiso para entrar, ni tetas postizas para actuar. Cuando me vio abandonó la sonrisa tonta que traía como una caricatura y yo me quedé a medias con una traza despintada en la cara. Me miró y no supo qué hacer. Se fijó en mis labios rojos, como de mujer; en mi peluca, en mis espesas medias de brillo, en mi cara de idiota. Yo miré a su escote y ella echó el pestillo de la puerta. Me rodeó el cuello con la estola de plumas y besó mi carmín con el suyo hasta que los dos se emborronaron con la fuerza que tiene la saliva cuando excita. Mientras me abrazaba tropezó con la cremallera y la bajó para meterme la mano y apretarme los glúteos contra ella. Yo estaba inmóvil; sólo podía respirar como si acabara de subir la escalera de diez pisos. Se desabrochó la camisa y se me cayó el vestido al suelo. Le di la vuelta para cogerle los senos por detrás. Le pinté la nuca de restos de cabaret caliente y apretaba mi sexo contra su pantalón vaquero como queriendo llegar a lo imposible antes de tiempo. Bajé las manos para desabrochar el botón metálico, bajar la cremallera y su aspereza, y seguir mi camino hasta la suavidad de su adentro. Cuando llegué ya estaba húmedo.

          Ya sin ropa se sentó en la mesa de maquillaje. Las tres bombillas que quedaban con vida alrededor del espejo dejaban en penumbra la mitad de su piel, pero sin misterios. Subió una pierna arriba de la mesa y me susurró un “ven” que para mí fue una historia de amor completa. Luego nos quedamos un rato descansando; yo sentado en el sillón y ella encima de mí dándome besos en la oreja mientras fumaba algo prohibido. Se vistió y se fue. Desde la misma puerta se volvió con la boca entreabierta, como si quisiera más, y me dijo: “Buena actuación”.

-         ¿Cómo te ha ido? – preguntó mi hermana, y sin esperar respuesta volvió a preguntar - ¿Has visto a Carol?
-         Sí. Dice que luego te llamará.
-         ¡Pero bueno, si traes la cara roja! ¿Qué te ha pasado?
-         Nada – titubeando respondí – que no he sabido desmaquillarme.
-         Anda ven que te ayude; desastre de hombre.