Neuschwanstein

Había una vez un príncipe que se volvió loco de no leer, de no escribir, de no hablar. Observaba sus tierras siempre desde la privilegiada posición de un mirador que había en la parte más alta del reino, notando los cambios de color que, en general, experimentaba el campo en verano, como triunfos amarillos y verdes luchadores. Nunca bajaba de allí porque no quería llenarse los pies de tierra; hasta que una tarde de brillos potentes en la que el peso del sol se rompía en mil colores alguien le insistió asomando una sonrisa clara como una luna y bajó.





El príncipe loco estaba sumido en sus pensamientos y no prestaba atención a lo que iba viendo, hasta que se dio cuenta de que en sus tierras siempre había un sol que lucía enorme y poderoso incluso en las noches más secretas. No sólo eso, sino que vio que por allí había pasado Van Gogh y había dejado uno de sus cuadros, en los que los girasoles se inclinaban a su paso. Vio un árbol que tenía una fruta coronada y le pareció un insulto, puesto que sólo él en ausencia de su padre podía llevar corona en aquel lugar. Cogió uno de esos frutos y le rompió su corona muy enfadado, entonces vio que la sangre iba brotando en pepitas plebeyas. Se quedó mucho más tranquilo al ver que un corazón tan fácilmente accesible se le podía castigar, en caso necesario.

Mirando un peral pensó que era un árbol de navidad prematuro, y al ver los manzanos de diferentes tipos pensó que estarían poniendo guirnaldas para la fiesta del final del verano. Las naranjas y los limones llamaron la atención de su nariz y se sintió orgulloso de que alguien tuviera la delicadeza de perfumar sus campos con ese ácido tan dulce. Tropezó con una planta de berenjenas y comentó sorprendido a uno de los que le acompañaban: “Yo no sabía que era en mi reino donde se fabricaban estos instrumentos musicales. Los vi una vez tocar en el mar Caribe y hacen una música imposible de aprender para mí”. Un olivo le mostró una rama repleta de frutas y supuso que de este árbol sacaban en su reino la plata para adornar el castillo, pero que lo hacían según su borroso entendimiento, aprovechando que en la noche la luna bañaba a las aceitunas con su luz. Las plantas de tomates enanos eran para él aquellas lucecitas que te marcan los márgenes del camino cuando la luz se va, con lo cual se sintió bastante seguro. Las ciruelas eran, según aquella mente ida, la entrada a una discoteca moderna en la que él estuvo una vez.

De vuelta al castillo, vio que las almendras respiraban el atardecer madurando poco a poco como si de unos pulmones diminutos se tratase, y se quedó mirando a la parra: “ese reptil vegetal que si lo elevas ofrece una sombra espesa casi como la de la higuera”. La higuera, celosa de la parra, regala unos frutos más dulces que las uvas, sólo para fastidiar.

Y así el príncipe volvió a su mirador muy satisfecho de lo bonito que era su reino, y de que estuvieran preparando una fiesta para celebrar que el verano termina como terminaba este día en aquel reino tan lejano a la cordura. Además, la tierra, le hacía cosquillas en los pies.

Bossanova desafinada

la chica de ipanema -


Las cadenas de palabras que brotan de aquí están desafinadas como aquella bossanova. En esto llevo trabajando un tiempo y quizá suspendí la asignatura optativa de la afinación, o he olvidado la ruta que convertía uno de mis combinados en un espejo. Sí. Me veía en las letras. O el espejo existe pero no me gusta la imagen que distorsiona la cadencia en la que antes iba sembrando corcheas sin rima, y pensamientos asonantes.

Si yo no fuera el camarero y tú no fueras la chica de la orquesta me iba a quedar mirando cómo te vas mientras recojo de las mesas los problemas que la gente olvida al emborracharse. Llevo el compás de tu afinación en la bayeta; yo desafino, ya ves; pero lo paso bien. Además, no canto muy alto.

Si al menos fuera yo el cantante de la orquesta y tú la camarera te dedicaría la mitad de las canciones y la otra mitad a las noches de verano sin dormir.
Tal vez la desgana que se extiende como las manchas e inunda como el agua me tiró una manta encima de la cabeza y me dejo ciego de voluntad. Las líneas del pentagrama me encerraron en una canción.



El corazón afinado en latidos se va. El camarero desafinado servirá en la bandeja otras bromas – o quizá las mismas – a otros desconocidos con ganas de bossanova y guiñará el ojo que no lleva antifaz a otra cantante de otra orquesta que afinará una sonrisa sin precio, con traje de fiesta y tacones imposibles. Y respirando el eco de aquella canción se queda y se va, pues toda su música cabe en una maleta. Y ella se beberá una de sus copas con cubitos de hielo que calientan la boca antes de salir de nuevo al escenario de los nómadas sonrientes.

Paseo

el ultimo de la fila - pajaros de barro.mp3 -

Estaba el otro día aburrido de ver eclipses de luna y fumarme el sol inagotable, así que fui a dar un paseo por la calle de la alegría

y me sorprendió que sólo hubiera niños rubios y guapos. La calle desemboca directamente al mar de mis palabras, donde cada ola es un grito, donde no suena el teléfono de las vacaciones pagadas. Joder, cuánto tiempo sin verlas.

Siguen siendo azules, claras e infinitas, y están ahí como la caja de fruta del tendero, que siempre me deja elegir las mejores.

Dejé el antifaz junto a los zapatos que me trajeron hasta aquí y caminé por el agua – sin milagros, santerías, supersticiones ni otras polladas, pura metáfora – hasta que se deja de ver la tierra estable y las casas de humo de los turistas de mi vida. Las huellas salían volando de la arena como pájaros que picaban mis talones. A falta de peine, dejé enredar el pelo en la marea alta.

Las nubes ausentes y el agua eructando olas confundían el horizonte al que habían cortado la hierba – quizá fui yo la última vez que vine – que a veces lo enmaraña y difumina haciéndolo incompresible

y que otras veces es una borrachera que disfrutas mientras tienes la vista nublada. Con la de cosas que he leído yo en el horizonte y ahora no lo entiendo. No se puede buscar un escondite en el mar; dejé el antifaz en la orilla y no sé si estará allí cuando vuelva.

Me encontré con las cosas que nunca he escrito con una de las plumas de un ángel negro que escribe letras blancas con la espuma del mar. Ya no sé si este rojo que da algún color a la sal es de vino o de sangre, a estas alturas será vinagre o pus.

Me encontré con otros barcos que fueron a pique. Cada uno me contaba una historia diferente pero a todos les veía la misma cara. No hay lugar para el teatro aquí en este mar de fantasía. En este mar caben todos los libros que no he leído y que no voy a leer porque les veo el antifaz en la portada. En este campo acuático había puesto yo una cafetería que ahora no encuentro. La habrán cerrado; como yo era el único cliente y hace tiempo que no vengo… Las zarzas marinas se estaban comiendo alguno de los caminos que estuve haciendo cuando no distinguía las tripas del corazón,

cuando usaba la maquinilla de afeitar para dejarme barba a modo de antifaz, cuando era el único náufrago que pisaba esta arena caliente para clavar una bandera sin escudo que al viento esparcía músicas que todavía oigo.

Salí del mar hacia la calle blanca y se escuchaban las carcajadas a lo lejos. Vinieron corriendo hacia mí los niños rubios y guapos: “¿dónde has estado papá?”. “Estuve dando un paseo.”