Vuelvo en cinco minutos

Todavía no he salido y ya te echo de menos. Voy una semana a beberme el mar de Alicante; pero ¿qué son unos días para ti? Vuelvo en cinco minutos. Lo tengo todo, la maleta es un libro; la ruta, una canción; el destino, un amanecer en el mar; la estancia, un antifaz.

Voy a volver con más fuerza, más cañero, más antifaz, más republicano, más como a ti te gusta. Me voy a impregnarme de la poca tranquilidad que me permitan esas dos personas que me llaman papá. Traeré fotos que pasaré a palabras seguramente. Traeré gente que olvidaré seguramente. Traeré un nuevo tono de azul y tú me dirás que te gusta. Traeré tantas cosas nuevas que te sonarán a lo mismo de siempre.

Cuando vuelva a abrir la ventana que ahora cierro, derramaré el vino rojo que antes no bebí para no hacer tantas profecías como las que ahora estoy haciendo. Como me dijo una vez un camarero: cambiamos todo, para no cambiar nada. Cambio incontables filas de olivos desordenados, por el oasis soñado de una palmera al son de una canción de verano. Llevo gafas de sol para que no me deslumbre la luna mediterránea; ya lo hizo una vez.

A la vuelta te hago un post, y te cuento mientras nos fumamos un paquete de tabaco. Vuelvo en cinco minutos.

¡Qué lugares!

Recordando el café Kleber, el bar la Cueva, el Senyor Pablo, otros que ahora no recuerdo, y otros que nunca olvidaré.


No es la primera vez que nos sentamos allí; ni la última. Pero cada día que aterrizamos sin más equipaje que hambre y sed – lo demás lo pone el ambiente – es diferente. Si el pueblo está en fiestas, se nota. El camarero bueno, trabaja mejor; el malo, trabaja peor. Aquellas delicias cotidianas son ya familia del paladar. Mientras el sol se despide, aparecen, como un inmerecido premio al buen comportamiento (ya he dicho alguna vez que no soy bueno), las jarras de cerveza, que riegan la lengua y la sueltan. El atardecer de hoy ya es historia. La claridad está ahora en la conversación que se eleva por encima de otras parecidas, de miradas, de carcajadas. Oye ponme otra. ¿Qué te estaba yo diciendo?


La mesa es un altar. La comida, una ofrenda. Y los dioses nosotros, que mientras hablamos hacemos tributo eterno a nuestros sentidos; a todos ellos, incluido el sentido que te pide prolongar el momento porque sabes que otro día que lo repitas no va a ser igual. Pero cuando el tiempo está parado, la realidad es así de corta. Maldito tiempo. En los bares ocurre que la voluntad se doblega a la compañía; que la conciencia se ausenta porque para un refresco que se iba a tomar, mejor no sale hoy; en los bares ocurren esas cosas que no pueden ocurrir en ningún otro sitio. El aire tiene otra textura, otra densidad. La luz de las copas es la única luz que airea los embotellamientos de la cabeza. Oye ponme otra. ¿Te cuento un chiste que me contaron el otro día?



Hay bares sucios, bares coquetos, bares de lujo, bares castizos, bares como catedrales y bares como ermitas. En los bares se tejen caricias a sorbos. En los bares se mastican los recuerdos del pasado; los buenos, los que se asoman a la memoria sin necesidad de buscarlos. En los bares se saborea el futuro; se planea, se piensa, incluso se echa de menos, aunque luego el futuro, el hijoputa, sucede fuera de los bares. Si tienes problemas ve al bar a resolverlos, al menos a olvidarlos; si no tienes, ve al bar a celebrarlo. ¿Te vienes? Yo cuando no estoy aquí, estoy allí. Oye ponme otra. ¿Nos vamos ya? Tenemos que quedar otro día ¿verdad? No es la primera vez que nos sentamos allí. Ni la última.

Terapia




"Buenos días"
“Buenos días"
"¿Cómo esta usted?"
"Mal, por eso la llamé"
"Sí, sí claro, quiero decir: que ¿qué le pasa hoy?"
"¡Ay querida, me pasa de todo!..."
"Sí hombre, le pasa de todo, pero me tendrá que contar solo la parte por la que yo vine aquí, ¿no?"
"Claro querida, pero pasa, ¡siéntate!"
"Gracias... muy amable"
"Le apetece un café?"
"No gracias, ya tomé"
"Ok. Entonces con su permiso yo tomaré uno"
"como quiera, pero por favor, dese prisa porque tengo que atender otra visita en una hora"
"Sí sí. En seguida empezamos"



Don Cándido es un señor de muy reconocido prestigio en la ciudad; desde que tuvo aquel accidente con el caballo no le han vuelto a ver por la calle, y la gente especula sobre su estado de salud, llegando a decir disparates de todo tipo – lo normal en estos casos – sobre su muerte inminente y no anunciada para evitar el conflicto de herencia que originaría en la familia. De todas las versiones escuchadas, solo una, la no contada, es la verdadera, y se encuentra en poder de su terapeuta; la única persona de la ciudad, además del servicio, que tiene acceso a sus habitaciones.



“Vamos a hacer hoy unos ejercicios para mejorar la hipotonía de esa pierna Don Cándido; lleva usted mucho tiempo sin moverla.”
“Ay niña, y para la hipotonía del corazón, ¿no tienes tabla de ejercicios?”
“No Don Cándido. Para eso no hay terapia más que la que cada uno se auto establezca; pero mueva esa pierna hombre, que le veo yo hoy muy distraído. ¿Qué le pasa Don Cándido? Mire que no le estoy preguntando por la pierna ahora”.

Don Cándido tenía en aquella muchacha un hombro en el que llorar. Y así lo hizo mientras le contó que el accidente con el caballo lo provocó él mismo porque le aligeró demasiado para no llegar tarde a la cita que tenía en secreto con la mujer que amaba – que era de una familia enfrentada desde siempre a la suya por motivos de dominio político y poder – y a la que, finalmente no llegó. La terapeuta sacando un libro de su bolso dijo:


“Verá usted Don Cándido. ¿Sabe quién es Rubén Darío? Mientras hace sus ejercicios le voy leyendo algo que espero que le guste. Porque usted tiene cara de que le guste la poesía ¿verdad?”
“Hubo un tiempo en que me gustaba, me llenaba; pero desde aquel día en que caí. No he tenido valor de volver a mirar un libro.”

La terapeuta leyó:



… Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!


“¿Le ha gustado Don Cándido?”
“Sí. Mucho. Léeme otra niña. Pero sobre algo que no se apague con el tiempo.”


Y la muchacha buscando rápidamente entre las páginas del libro recitó:

Amar, amar, amar, amar siempre,
con todo el ser y con la tierra y con el cielo,
con lo claro del sol y lo oscuro del lodo:
amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.

Y cuando la montaña de la vida
nos sea dura y larga y alta y llena de abismos,
amar la inmensidad que es de amor encendida
¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos!


“Uy, Don Cándido, se me ha hecho muy tarde. Acaba usted con sus ejercicios y mañana vengo a la misma hora.”
“Está bien. Como tú digas niña… Oye. No olvides el libro mañana.”

El baile de las estrellas




Nada más parar el coche te das cuenta de que allí no se oye nada. No hay nadie. El calor nocturno atrae grillos, pero hoy no. Al apagar la luz la vista se eleva olvidándose de la verticalidad de las piernas. La perspectiva cambia mientras se encienden las luces del cielo. Te tumbas en una manta y ya no hay nada más; la oscuridad de la noche y la tuya propia frente a frente. A ver qué pasa.


De repente sale la primera. No es fugaz, sino demasiado fugaz. Te pilló con la bolsa de los deseos olvidada en el coche junto al paquete de cigarrillos. Si dejas pasar el rato necesario para que tu atención se desvíe hacia donde la mente quiera – bien al país de los sueños, bien a la puta realidad – sale la segunda que te vuelve a dejar como cuando se va el tren que nunca quieres que salga. A partir de ese momento, todo es más fácil. Cada minuto se asoma una estrella por una parte del cielo y va patinando hacia abajo hasta que se pierde en alguna puerta negra. El baile está servido. Otra más te da la cadencia rápida que va tomando la canción. Dos seguidas como persiguiéndose acaban en un abrazo mientras bailan. Comprendo que se persiguen porque fue Perseo el guardián de estrellas durante todo el año. Comprendo que Orión deje hoy sus herramientas de caza para verlas pasar sin intentar cogerlas. El baile es armónico. No se cruzan, no se pisan, y pasan en todas direcciones. El verano es así de mágico. La estrella del norte, invitada de honor al baile, aplaude el espectáculo. Marte se asoma al balcón de su proximidad y olvida la guerra por un día. Maravilloso es el baile en el que los dioses son el público.


La luna, el foco que esta noche ilumina mis ojos, suena a gaita celestial. Y otra, y otra, y otra más. Ahora si las veo desde que nacen hasta que se mueren. No se oye nada. No hay nadie. No hay grillos; pero se oye la música acelerada y emocionante, con la que tu corazón camina, que sirve de fondo al baile de las estrellas. Entonces sale una intensa luz desde casi la vertical y va bajando lentamente, dejando ver la marca que queda tras ella, hasta muy cerca del horizonte; justo donde se acaba la música. Pide un deseo.

Ángeles y demonios



A veces no se sabe distinguir entre un ángel y un demonio. Hay sonrisas angelicales que te llevan volando a un instante irrepetible, que empapan el alma de alegría y ya no la quieres estrujar. Hay diablos que parecen malos y no saben distinguir entre la maldad y la bondad; se mueven entre la ignorancia y el instinto de supervivencia. Hay presencias celestiales y ausencias infernales, y al revés. Hay niños con sabiduría de ancianos – más sabe el diablo por viejo – y abuelos con sonrisa infantil gracias, quizá, a sus palabras verdaderas.

Si te das una vuelta por el mundo encuentras de todo: políticos vestidos de ángeles con corbata que son demonios de la mentira vendiendo palabras de humo y huyendo de cualquier posibilidad de rectificar. Y curas que predican un cielo desde la puerta del infierno; los que prometen un paraíso en otra vida para asegurar en suyo en ésta; la única que hay, joder. Y esos ángeles negros a los que le ponen caras de demonios por una sentencia dictada en un juicio sin defensa; eso sí, los jueces se abren la puerta del cielo poniéndose de parte de San Pedro, ese que tanto aireaba la espada y a la hora de la verdad negó a su maestro.

Así que, ante la dificultad de valorar si ser un ángel es lo bueno, o no lo es tanto; o si ser un demonio es una condena vitalicia o una manera de saber vivir los pocos días que nos ha tocado estar aquí, voy a tomar parte. No me gusta ser neutral; de hecho creo que nadie lo es en realidad. En mi vida tengo un poco de todo: angelitos blanco y azules, suaves, sensibles, sinceros, que susurran, y diablillos ardientes con ese punto de coraje y valentía que me hacen quitarme el antifaz.

No sé. Del blanco alado al rojo con rabito y cuernos no hay tanta diferencia. Será según lo miremos. Personalmente siempre preferí el fuego del infierno; es más musical. ¿y tú?