Regina y la revolución


La Vida Es Un Carnaval - Cesar Pedroso y Los Que Son, Son

Nochevieja del 58; Batista toma la cuenta atrás del año como la definitiva. Hace las maletas de la historia, y encarga un billete con destino al exilio. Si abre la ventana, huele a la pólvora libertaria que los barbudos disparan mientras descienden de Sierra Maestra. Si abre la ventana ve las luces de la gran ciudad de La Habana y sus réplicas en el agua del Mar Caribe. Si abre la ventana se oye a ráfagas el son del Tropicana. Batista cierra la ventana por última vez.

Alberto llega a la puerta del Tropicana atravesando la sordera de la última noche del año. Nada más abrir la puerta, el maremoto formado por el trío de viento que hacen posible Arnaldo, Hugo y Carlos irrumpe en sus oídos inundándolos de sal. Tino es un negro que lleva veinte años encendiendo y apagando luces de colores con timbales, cencerros, platillos y maracas. Hay un chelo y dos guitarras que tienen la garganta de madera, un tacto de piedra pulida y unos desgarros en la voz con acento cubano. Alberto se sienta en una mesita redonda que quedaba libre en la penumbra, saca su libreta y su lápiz y pide una copa al camarero mientras espera a su cita. Está nervioso; no todos los días se entrevista a un allegado del presidente Batista; no todos los días Batista se aleja de sus allegados.

Y sale ella. La orquesta le hace una entrada especial para diosas de pluma y brillante, y sale ella. No es casualidad que la llamen Regina; es la dueña del ritmo, que está hecho para ella, mientras que las demás se hacen al ritmo. El secreto de su baile está en miles de detalles que no soy capaz de enumerar y que forman la perfección, la naturalidad, el flotar sobre el suelo, la sonrisa de luna en creciente, el cuerpo de mujer, el carácter de mujer. Se ha permitido el lujo de cambiar de pareja catorce veces en diez días, y todavía busca en medio de las mesas del deseo alguien que la saque a bailar y baile. El periodista enciende un cigarro sin mirar la llama; la llama de las caderas de Regina le tiene imantada la mirada. Y el estómago relaja los nervios de la revolución trago a trago, guaracha tras conga. La reina del pelo negro pasa por su mesa bailando y le mira; coge su vaso y le deja marcado un beso rojo a cambio de un trago de ron dulce con hielo picado. Así fue trepando la luna por el cielo de La Habana, hasta que Regina se retiró a camerinos y la luna cayó al mar, y Alberto abrió los ojos al ruido del chapuzón. Apuró la copa mientras acudía a la consciencia la idea de que su cita no había llegado, ni él estuvo vigilante por si lo hacía; pero a estas alturas de la noche la política llegaba en segundo lugar en la carrera de sus propósitos. Hizo unas notas en un papel, pagó la cuenta y preguntó al camarero cómo ir al camerino de Regina con la excusa de una entrevista para un periódico español.

Se detuvo en el ruidoso y ajetreado pasillo a la altura de la puerta que decía el nombre de aquel ángel en letras doradas, y que, al más puro estilo yanqui, adornaba el rótulo con una estrella como la que lleva en la boina de Ernesto el argentino. Tocó dos veces en la puerta, metió el papel por debajo y desapareció entre el bullicio de bailarines. Regina abrió la puerta antes de buscar a ambos lados del pasillo a quien no encontró. Entró de nuevo al camerino, y a la luz de las bombillas del espejo leyó la nota: “No hubiera sido nunca capaz de escribir una cosa así a una mujer desconocida, pero lo que has hecho hoy conmigo ha desatado el nudo de la parte de mi cabeza donde reside la pasión. Tienes el tueste del café en la piel, y asomas piedras de sal por tu boca cuando sonríes. Tienes en la frente un trozo de luna mirándose en un espejo blanco, en tu pelo negro. Son mis ojos dos satélites de los lunares de tu espalda. Si escribo una letra enamorada más, y no es para ti, me cortaré las manos. Perdona el atrevimiento, pero no te lo he puesto difícil. Si te apetece, simplemente, rompe este papel y déjalo donde dejas las cosas que olvidas que has dejado.” Regina se aprisionó el papel entre las manos y el corazón, y vio por la ventana como las olas hacían la cama para que la luna se fuera a dormir con tres estrellas: una del cielo, una del mar, una del cabaret.

La mañana siguiente tardó en pasar lo que tardaron en dormir una bailarina y un periodista. A esa hora en que el sol vuelca el sur Regina se presentó en la recepción del Hotel Habana Hilton. En la puerta había un operario de mantenimiento despegando las letras de la palabra “Hilton”. Un cartel con la palabra “Libre” esperaba impaciente en el suelo. La gente llenaba de almas inquietas las aceras como anoche rebosaban los pasillos de camerinos en el Tropicana. Regina escuchó, al acercarse a recepción, como preparaban unas habitaciones ante la inminente llegada de Fidel Castro; cuando le tocó el turno de la atención preguntó por un extranjero alojado en el hotel, que, como única seña, sabía decir que era escritor; y mostró sin pudor la nota que le había dejado la noche anterior. El recepcionista localizó a su dueño por el membrete del diario ABC que había en la esquina del papel, y dio aviso telefónico a la habitación de que una señorita le estaba esperando… en el bar (según las indicaciones por señas de Regina).

Alberto empleó el tiempo que emplearía una mujer en vestirse y en peinarse la resaca para retirarla de la frente. Nada más poner el primer pie en el bar, se le congeló la mirada y el aliento. Regina estaba de espaldas, pero era ella sin duda. El pelo caía como guirnaldas de carbón por la espalda abajo. La ropa blanca y descarada abrazaba, sin dejar espacio a las arrugas, cada curva de su cuerpo; en sus manos finas un café y un cigarro; en las uñas, el color del fuego. Él no era un prototipo de galán latino, la torpeza de sus gestos entorpecía su torpe estampa, aunque al llegar a la altura de su mesa paró los pies y se quedó mirándola con media sonrisa de caricatura y una mano en el bolsillo del pantalón que le mantenía la americana abierta. Estuvieron mirándose un rato antes de que el español dijera: “Has venido. ¿Por qué has venido?” Regina terminó el café y se levantó. El bullicio de la calle llegaba hasta allí como un murmullo lejano, como si la revolución no quisiera interrumpirles. El bar estaba vacío; sólo un camarero secaba vasos de cristal sin dejar de contemplar la escena. Entonces ella dijo:
- He venido a saber quién eres.
- ¿Yo? Bueno – dijo subiéndose nervioso las gafas – soy un periodista que ha venido de España a cubrir una noticia política, que tenía concertada una entrevista, y que ahora mismo la he perdido, la entrevista, y la noticia. Todo.



Regina fue al grano directamente y le dijo: “¿Sabes bailar?”. Él negó con la cabeza y un gesto de desconsuelo reafirmó la negativa. La bailarina miró al camarero y le dijo: “Pínchala Walter”. En seguida, la boca gigante de un gramófono antiguo trajo a Celia Cruz a la sala cantando que la vida es un carnaval, sin saber de los disfraces del día de hoy en la marabunta callejera. Se mantenían la mirada a pie quieto dejándose inundar del oleaje de la percusión; tras los primeros envites Regina empezó a mover la cabeza y los hombros al son, primero suavecito, luego quebrando los omoplatos en cada compás. Alberto no se dio cuenta, pero le seguía; tenía sus manos cogidas y por ahí entraba más música que por las orejas. A la entrada del piano, Regina puso las palmas de las manos en las caderas del aprendiz, y empezó a describirle círculos mientras ampliaba la sonrisa. Un gesto afirmativo, también acompasado, dio confianza a Alberto, que sonrió por primera vez en toda la canción. El sonido de la trompeta les recorrió las rodillas haciéndolas de algodón de feria, y fueron despegando los pies del suelo con toda la confianza de Alberto puesta en la magia de Regina. Walter machacaba los nudillos en la barra del bar y asomaba una dentadura blanca propia de un testigo que quiso perderse el paso de los tanques que volaban banderas. La canción acabó y ellos salieron a la calle dejando a Walter mirando el humo del cigarro que Regina había abandonado. No hubo reportaje para el diario español. Al día siguiente un operario de mantenimiento del Tropicana despegaba las letras de la palabra “Regina”. Un cartel con otro nombre de mujer esperaba impaciente en el suelo.

Il angelo Daniel

Muy cerca de Venecia hay un sitio donde el reloj anda envejeciendo y donde nunca es carnaval. En el pueblo todos creían en Dios, menos Daniel. Alguno incluso sabía lo que era coger una insolación en la Plaza de San Pedro mientras escuchaba de la boca del Papa el mismo ritual que decía el padre Roberto a diario en la iglesia del pueblo. Daniel no había escuchado nunca una misa. Su madre sí; pero no se sentía con fuerzas para pedirle que la acompañara desde que se puso el luto en la ropa y el anillo de casada se le quedó huérfano en el dedo. Como en todos los pueblos pequeños, la intimidad existía sólo en la voluntad de tenerla, y salía corriendo al ver las enormes narices que gastaban los habitantes de aquel sitio tan abierto de puertas. Es posible que el aburrimiento haga crecer la nariz. ¿Qué otra cosa podría ser? Aunque esto de conocerse tanto pueda tener ciertas ventajas, como sesiones de psicología gratuitas o concesión de ayudas y favores incluso antes de llegar a la necesidad de pedirlos, a Daniel le parecía un inconveniente rotundo. Desde la muerte de su padre se acostumbró a acompañarse sólo de sus pensamientos y disfrutaba echándolos a rodar por otros países, quizá inexistentes, por ciertos logros imposibles para un mortal, como el de volar por encima de los tejados, o por ciertos lugares tan reales e inaccesibles como el dormitorio de Doña Elvira. Cuando Daniel estaba en compañía de alguien necesitaba un antifaz para poder cerrar el cajón de la imaginación, que sólo abría con la llave de la soledad. Doña Elvira era su maestra en la escuela, y la de todos los niños que allí vivían con edades entre cinco y catorce años; Daniel, aunque aparentaba menos, era de los mayores, y ya sabía que el año próximo dejaría la escuela para trabajar con su madre cuidando animales y recolectando frutas y hortalizas que después vendían o cambiaban por pan o pescado. Eso le entristecía porque se veía seguro de no poder enamorarse de Doña Elvira cada día, aunque siempre cultivó la ilusión de poder ser correspondido con el paso de los años.


Doña Elvira era una joven que llegó de Roma a sustituir a Don Federico, el anterior profesor, que viendo como empezaba a contar sus años por otoños en lugar de hacerlo por primaveras, confirmó un día el secreto que habitaba enmudecido en cada lengua del pueblo, y se montó en el tren primero que pasó una mañana lluviosa con la hija del boticario y dos maletas de cartón que lloraban agua clara en el andén donde dejaron olvidado el pasado. Y llegó Elvirita, como la llamó el alcalde al recibirla, con una presencia exultante, unos pechos de firmeza adolescente, unos ojos que burlaban braguetas, y una forma de mover el trasero que parecía que el mismo Giuseppe Verdi había compuesto aquella manera de caminar. La ensalada de hormonas que era el cuerpo de Daniel en aquella época, terminó de salpimentarse con la venida de la nueva maestra. Se convirtió inexplicablemente en un alumno estudioso y aplicado de la noche a la mañana, y aquellas repetidas ausencias que obligaban a Don Federico a visitar a su madre, se tornaron en madrugadores cánticos de alegría y euforia desatada al coger la maleta de piel agrietada y broches oxidados para ir al colegio. A Daniel dejó de importarle el mundo, el hambre, la sangre y el país, para ocuparse sólo de pensar en Elvira y en su forma de sonreír, y en el olor que le dejaba caer suavemente cuando se inclinaba sobre su pupitre para corregirle algo, y en una vez que sorprendió al joven planeando travesuras y le dijo: “Daniel, tienes la mente de un diablo, pero tienes cara de ángel”. El paisaje primaveral más bonito que había visto nunca fue la primera vez que Doña Elvira llegó a dar clase en camisa; jamás olvidará cómo florecía aquella segunda piel de tela y se ajustaba al contorno de la maestra obligando a abrirse a los ojales más cercanos al busto. Era imposible apartar la mirada del escote; hubiera dado una parte de su cuerpo por poder contemplarla sin inhibir los ojos un sólo minuto. Por la tarde, al llegar a casa, se escondía en el cuarto de la costura con el pretexto de acabar alguna tarea, y se masturbaba pensando en ella hasta que el fuego le eyaculaba en la barriga. Por la noche, al acostarse, el corazón galopaba tan fuerte que parecía dejar atrás el carruaje de su cuerpo. Aunque no dejó nunca que la carcoma del amor imposible le royera los huesos, sabía que la joven profesora era una persona en la realidad y otra distinta en su imaginación.


Daniel no había escuchado nunca una misa. Hasta que un día su madre le pidió que le acompañara el día del miércoles de ceniza, y aprovecharía para ofrecer una oración al alma de su padre porque hacía un año de su viaje definitivo. Daniel aceptó con cierta comprensión y ternura hacia su madre, aunque ocultaba su verdadero interés por ir a la iglesia. Sabía que Elvira estaría allí. El miércoles de ceniza era un día habitual, doméstico en el ritmo y los latidos del pueblo. Aunque a las doce del mediodía, del bar, de la plaza, y de la escuela salían todos como hormigas hacia el hormiguero del padre Roberto, quien, por cierto, también aguardaba en el bar la hora de llenar de ceniza las cabezas de los fieles, incluido Daniel, que iba de estreno. El muchacho, que se había excedido con la colonia esa mañana y se había peinado como el que va a pedir la mano de su prometida, se vio contrariado, casi avergonzado, cuando al cruzar la plaza cuadrada para ir al templo, una de las palomas le trató como a un intruso y le manchó la camisa. Los esfuerzos de mamá por quitar la mancha y por restarle importancia al suceso no surtieron efecto. El interior de la iglesia le sorprendió porque se adivinaba la frialdad de sus piedras solitarias, aunque el aire de hoy lo calentaba la respiración de tantas almas pecadoras. Daniel vio al carpintero, que le saludó haciéndose cómplice de las visitas del chico a la carpintería y de sus conversaciones. Allí había comprobado desde muy pequeño que las manos de una persona no pueden tener la precisión de la máquina más moderna, pero imprimen una energía a un trozo de madera que nos llega a hablar sin decir nada; lo que también llamamos arte. El carpintero soñaba siempre con hacer una talla que fuera expuesta en algún altar de la iglesia y que todos la admiraran. También estaba Luca, un joven entristecido por algún motivo que nadie, incomprensiblemente en este lugar tan indiscreto, conocía en profundidad, y que solamente borraba del semblante cuando escuchaba música. Luca soñaba son ser músico y componer canciones de esas que a la vez que se oyen, dibujan en la cabeza fantasías sobrenaturales. Más adelante se habían sentado las solteras. Era un grupo de sesentonas que, mientras el reloj pisaba en su monotonía, inventaban verdades sobre los demás. Ellas no tenían sueños por realizar porque se les escapaban todos por la boca. Como el de tener un hijo, que era el deseo más grande que albergaba Rossana después de quince años casada. En la fila de delante había otra vecina que tenía cuatro hijos y no deseaba ninguno, aunque les amaba a todos. Y por supuesto, Elvira; vestida de un color discreto pero radiante para los ojos de Daniel. ¿Cuál sería el sueño de Elvira? Quizá dejar el pueblo. Salir de allí y ser una desconocida de esas que se sientan en la Piazza Navonna a leer historias de amor.


Don Roberto el cura, dio una alocución más larga de lo normal. No son todos los días los que se llena la iglesia de almas en busca de una solución a sus problemas, aunque sea en otra vida. A Daniel se le grabó en la memoria una frase del sermón, que fue de lo poco que le distrajo de lanzar miradas a su deseada maestra. La frase en cuestión era algo así como que un día vendría un Ángel del Señor y sin tocar el suelo llevaría la noticia del amor infinito a todos los habitantes de la tierra, y se llevaría la suciedad de todos sus pecados. Estuvo rumiando la frase del párroco durante mucho rato, y le parecía algo poco probable, aunque no imposible.


Después de comer se fue al cuarto de la costura a pensar en Elvira y en uno de sus besos imaginarios que sabían a miel, y a vinagre cuando acababa abriendo los ojos. Y repetía en su cabeza: “Daniel, tienes cara de ángel”. En algún momento de la tarde, quizá en ese momento visionario en el que el horizonte empieza a atraer a la esfera solar y le acaricia antes de tragárselo, Daniel salió corriendo sin dar explicaciones a mamá. Llegó a la iglesia por la calle del campanario y empujó una ventana redonda que él y unos pocos más sabían que no estaba cerrada. Una vez dentro del templo quitó la ropa a uno de los ángeles que guardan la representación de las puertas del cielo y se la puso. Después fue al contenedor de plata donde estaba la ceniza, y con las yemas de los dedos se restregó la cara y el vestido impoluto que había, temporalmente, tomado prestado, hasta que pensó que ya tenía suficientes pecados sucios. Con ese aspecto de disfraz de carnaval salió a la calle y montó en la bicicleta del cura, que estaba echada en la pared del bar. Corrió gritando por todas las calles del pueblo mientras pregonaba: “Soy un ángel venido del cielo. Alegría. Soy un ángel. No toco el suelo.” La gente salió a la calle al escuchar el ruido. Algunos le sonreían, otros le aplaudían, los niños corrían detrás de la bicicleta. El carpintero salió a verlo envuelto en serrín y pensó en seguida en hacer un ángel de madera. Luca, al paso del ángel, se quedó manoseando una melodía que se acercaba más a él cuanto más se alejaba el niño. Rossana le vio pasar con una sonrisa de esas que salen desde el centro del estómago, y quiso tanto tener un hijo, que decidió adoptarlo. Al pasar por la puerta de Doña Elvira detuvo la bicicleta y repitió una vez más lo que su personaje interpretaba. La maestra se acercó sonriente, le dio un beso en una mancha de ceniza como premio a su valentía inconsciente y le dijo:
- Pasa. Te invito a merendar.
Una vez dentro de la casa la profesora le preguntó:
. ¿Por qué has hecho eso?
El muchacho contestó: “Hay sueños que no se pueden hacer realidad, pero si luchas por ellos, puedes conseguir algo muy parecido.”
- ¿Y qué has conseguido tú con esto?
Por primera vez tuteó a Elvira: “De momento, me has invitado a merendar”.

Autorretrato



Con el paso de las horas, la madrugada hace la digestión del sol lentamente y extingue el fuego de la chimenea al que no di más madera que la que necesitaba para un rato de evasión; pero de eso hace ya demasiado rato. Este devorar irreversible de las llamas deja pasar al frío y al silencio, que entran de la mano con una sutileza a propósito para no ahuyentar la pereza de mi cuerpo tirado en el sofá. La habitación no habla, el paisaje de la ventana está enlutado, y esta quietud me lleva otra vez a mirar el trozo de pared blanca que tanto tiempo llevo pensando en decorar, en dar un sentido estético que no sea sólo sujetar una parte de la casa. Las mujeres estamos supuestamente mejor dotadas para este tipo de trabajos. En realidad mi marido ni siquiera ha reparado en que este trozo de tabique esté desangelado. Y yo llevo años pensando en cómo darle un sentido. Todas las opciones que fui adquiriendo en la tienda de la imaginación para vestir la pared tenían un punto en común: colores fuertes, cálidos, que acompañen mi soledad, que hablen a mi sordera, que inspiren mi ego. Como aquel jarrón que una vez estuve a punto de comprar; era alto como ningún jarrón será nunca, y tenía un naranja casi agresivo para los ojos, pero me gustó. O aquel cuadro que vi en una exposición y que no tenía más de tres trazos gordísimos y casi paralelos de un color imposible de nombrar.

Me acerqué al fuego a tomarme los últimos suspiros calientes de la chimenea, y mientras recordaba cada cosa que había pensado poner allí jugaba sobre la ceniza a hacer líneas sin forma con un palo quemado de la noguera que da sombra a mis tardes de verano. Con ese mismo palo me fui a la pared y pinté un contorno irregular que bien podría representar mis ideas en estos días. Miré el reloj y pensé que era demasiado tarde para que mi cita llegase; habrá tenido un imprevisto. Tomando el contorno como referencia llené de negro todo lo que había por debajo de él pasando el palo carbonizado por la pared. El carbón es muy inestable si lo usas para dibujar, pero de momento, ahí estaba. Quería colores intensos, y ya los tenía; quizá demasiado. Para difuminar la parte superior de aquella inmensidad oscura pasé las manos fuertemente por la pared hasta que me quedé con las palmas negras, como si la buenaventura se hubiera convertido en ilegible. No me pareció suficiente, porque mi cabeza tiene de vez en cuando alguna claridad, y porque quizá el gris que quería conseguir era un gris más limpio, así que fui pasando una esponja por encima del rastro de mis manos hasta que mi satisfacción y el parecido con una montaña nevada me sonrieron. Con un pequeño cepillo que había al lado de la chimenea fui dibujando líneas verticales por encima del carbón hasta que me pareció haber conseguido un bosque muy parecido a la forma de mi pelo, caído sobre mi cara como un antifaz recién peinado. Faltaba algo. Me vi sonriendo en los cristales del aparador donde guardo la vajilla de mi madre. Así que cogí una goma de borrar y dibujé una sonrisa en medio del bosque misterioso; me gustó. Era una sonrisa líquida a pesar de los restos de carbón, era un río de esos que se pintan en los paisajes típicos que aparecen en los típicos cuadros de paisajes; un río que me llevaba siempre a algún sitio por descubrir, a algún sueño por alcanzar.

Sentí que el trabajo estaba acabado. Fui a llenarme el vaso de ron y la botella tiró unas lágrimas antes de quedarse muda para siempre. El sueño, la hora, el frío y el ron me convirtieron en visionaria. Veía los colores del paisaje, el verde del bosque, el reflejo verdoso del río, el gris nevado de la montaña; con los dedos de una mano hice algún gesto nervioso que convirtió la parte superior en un cielo azul grisáceo. Para fijar las manchas en la pared pasé una brocha por encima mojada en el aceite de una lámpara que había allí y que nunca había servido como lámpara; el aceite daba un brillo a la pared que identifiqué con el brillo de mi locura. Acabé el vaso de ron. Miré el reloj descartando definitivamente cualquier visita, e inmediatamente vi por la ventana un amanecer perezoso que me contagió. Me alejé de la pared para acostarme en el sofá. Mientras me tapaba con la manta miré de nuevo el resultado de aquel “sin pensar”. Soy yo, o es el sitio donde me gustaría estar para sentir que soy yo.

Árabes


Lahila, Lahila - Arabian Music - Arabic #31


Me encanta verles por la calle; es como retroceder setecientos años en el tiempo. Me gusta. Me provoca parar el coche a observarlos salir de las casas del barrio moruno donde yo vivía cuando niño, mirar como pintan la puerta, como raspan la historia en las conchas antiguas de cal de la fachada antes de añadir una nueva capa de limpieza, de reflejo exponencial de sol. Me relaja mirar sus zócalos pintados con esa geometría repetida, que a mí siempre me parecen estrellas de ocho puntas, compradas en el mismo sitio donde a Muhammad ben Yusuf le diseñaron la Alhambra. Se me dibuja una sonrisa al ver esas chilabas, la gente en chanclas de cuero, las mujeres con un pañuelo para el pelo como el que se ponía mi madre para subir en la moto con mi padre, con un cerco en los ojos que profundiza hasta la piel del alma, los hombres con taqiya blanca o roja.

Escuchar esa música se me hace familiar; quizá la escuché en Tarifa, en Córdoba, en ciertos pueblos de la Alpujarra. Quizá tenga la misma esencia que una guitarra en Jerez. No sabe a nuevo ni a extranjero. No se oye extraño. Son los que en lugar del integrismo practican la integración sin propaganda. Estos son los que van a pedir sal a la vecina, los que buscan trabajo, los que te preguntan para qué sirve un papel que les ha llegado por correo, los que compran poco porque no tienen para pagar más.


Se saben diferentes, a pesar de la cercanía; se saben señalados, observados, bajo sospecha constante. Y eso les asusta, les impide mostrarse como son. Se organizan en manadas para escudarse de las agresiones de los supuestos dueños de la tierra que habitan. Son una especie de tribu en la parte vieja del pueblo. Un oasis en medio de la arena pegajosa de la que nos impregna esta europea e inhumana forma de vivir. Son sureños en el norte, el salto de la valla, las costillas de la barca tatuadas en la mirada perdida y solitaria, el milagro sin santos, un canto a la luz, blanco sobre blanco, unas brasas aromáticas, la sabiduría de siglos, los cómplices de la naturaleza, la guerra escrita en los libros sagrados, el hambre de sus antepasados, el sabor fuerte, el olor suave, la identidad en la puerta de la calle, el mundo al revés para los que les gusta organizarse por países, por continentes, por hemisferios.
Mi hija sale del colegio hablando son su amiga Mariah; contándose secretos de princesas de las mil y una noches. La niña me sonríe como los demás niños podrían hacerlo, pero el rimel sin pintar que tiene su mirada me cautiva como ningún niño me cautivará jamás.