Tengo un problema

Tengo un problema, es personal e intransferible. ¿Tú no tienes problemas? No mientas coño. Es algo que a veces te hace pensar que eres mala persona, recuperando de algún sitio imposible amores y odios que personalizo sin saber por qué, y que me lleva al auto integrismo; justo el espejo donde nunca quise mirarme. Pero es inevitable; la química, que afortunadamente nos va moldeando el carácter, no deja de trabajar ahí dentro, y aprovechando unas vacaciones de fin de semana de la conciencia, nos maltrata con pensamientos impropios de un ser racional. Empieza la batalla, sin garantías de victoria, contra uno mismo. Yo, que era tolerante como una piedra con la lluvia o el sol, que me creí de mentalidad abierta como las puertas del mar, yo que me fiaba de mí mismo como un ciego del lazarillo, me descubro luchando contra actitudes cerradas, sentimientos llevados a la exageración y ataques a lo que estúpidamente creí que era mío. Cuando, hablando de patrias o de sentimientos – tanto monta, monta tanto – se pone el posesivo por delante, puedes tomar como enemigo a un desconocido, simplemente por haber dicho o hecho algo que salte la valla del huerto de tu ordenada vida; esa que crees tuya, aunque otros la hicieron por ti, y ordenada a base de leyes, códigos y normas que los demás te vendieron como inmejorables en menos de lo que dura un discurso o un sermón. Y como lo que defiendes vale más que una guerra, la batalla está planteada con intención de ganar, a pesar de que las victorias dejan una incontrolable euforia y ningún aprendizaje; siendo de las derrotas de donde salen las ganas de seguir luchando y el afán de superación.
Cuando se consigue algo derrochando esfuerzo, nervio, sudor, poesía, insomnio, imaginación, originalidad, y te asomas por fin a contemplar el paisaje hecho a tu medida, la satisfacción te impide que otro fulano agresivo, contagiando fácilmente la violencia a los de su bando, venga de más allá de la línea que une el cielo y la montaña a apropiarse de ese trocito tuyo que tan exacto viene a tu mirada, aunque diga que él empezó allí a escribir la historia antes que tú.
Tengo un problema; y es que hay gente que me sobra. Algunos me sobran más que otros. Otegui, desde luego, me sobra. ¿A ti quien te sobra?

Mujer tenías que ser

Rebelde. Con sólo seis añitos eres más rebelde que un ejército de poetas. Tu rebeldía consiste precisamente en tus enormes poemas; como aquellas lágrimas que dibujaste al sol del horizonte, y que eran la pena de tener que dormirse sin poder si quiera ver la preciosa cara de la luna. Todo es posible en tu mente libre de ataduras. Tu rebeldía son los comentarios que me hacen ver que no hay secretos entre tú y yo; que entiendes lo que los viejos no entienden; que parece que caminaste más en seis años, que tu padre en seis veces seis. Valiente eres por ser mujer seguramente. La más cobarde de las mujeres (de las que lo son) siempre será más valiente que el más valiente de los hombres. Si fueras una de las madres de la plaza de Mayo, serías una pancarta de revolución eterna. Si fueras modelo de pasarela, serías la risa de la anorexia. Si fueras ya mujer, no serías más mujer de lo que eres, aunque te pasearás por el mundo con tu eterna infancia pintada en la preciosa cara que los dioses te regalaron. Madre de juguete de tu hermanito. Siempre me pareció que eres tú quien me cuenta una historia a mí antes de dormir, y no al revés, porque me dejas, con tu beso, soñando con castillos e historias imposibles, fácilmente alcanzables. No estaré cuidando que nadie rompa tu sueño de princesa de cuento, por si acaso soy yo quien lo rompe, y porque no hay lugar para reyes en tus sueños; porque los sueños son tuyos solamente. Haré, si tengo fuerzas, lo que tú me pidas. De las mujeres que conozco, que amo, eres la más pequeña y la más grande; capaz de llenarme el corazón y dejarlo vacío:
Cuando sonríes se abren las puertas de mi paraíso.
Los dientes que tu risa dejan ver, son para mí una galaxia de alegría.
Tan pequeña eres y tan grande te veo,
Que cuando sonríes, el otoño florece como primavera,
Y cuando sonríes, el invierno se baña en la playa del verano.

Niña chica, niña valiente,
Que cada día del año me enseñas con tu risa
Los globos de tus escasos cumpleaños.

Niña chica, niña rubia,
Que tu sonrisa dibuja los besos que dejo de darte
Que tu sonrisa es el nervio de mi alma.

Cuando sonríes das calor a mi helada sangre.
Despejas la tormenta que me ahogaba, y te la llevas donde no la veo.
Tan pequeña eres y tan grande y poderosa te veo,
Que cuando sonríes, cantan los coros en las iglesias su aleluya,
Y cuando sonríes, el invierno de tu padre se baña en la playa del verano.

Niña chica, niña preciosa,
Que amanece por tu culpa y la luna llora por ti
Que ríe el sol triunfante de tu sonrisa.

El compañero

Voy a rescatar una de las historias que prometí contar, y que guardo con voluntad de eternidad; una de tantas que mi abuelo dejó grabada en mí, y que enseñan más que mil años de universidad: El padre de mi abuelo era un pobre con libros, una cosa muy mal vista en aquella época; e iba por el mundo revolucionando las ideas de los demás, tan reacias a los cambios, o, simplemente haciéndoles reír cuando alguno le tomaba por loco. Él abreviaba la palabra compañero en un cariñoso “compa”. De tanto repetirlo fueron los demás los que empezaron – y ya nunca acabaron – a llamarle compa. Y aquí acaba la historia.

Hoy la forma de vivir ha cambiado tanto que nadie cree que los demás puedan revolucionar nada, y sin embargo, cualquiera es bueno para hacer el papel de compañero. Tengo compañeros que van por la vida revolviéndome las tripas cada vez que malgastan la palabra que dio nombre al padre de mi abuelo. Vestidos de un falso y asqueroso lenguaje progresista que no esconde otra cosa que interés en acrecentar su cuenta corriente: el único ideal verdadero que conocen. Tengo compañeros que, cuando uno de nosotros tiene un problema, se dan la vuelta, o simplemente aprovechan la oportunidad para beneficiarse, para publicitar sus discursos cargados de palabrería bien adornada – eso pretenden – y embustera. Tengo compañeros que hacen todo eso y además militan en un sindicato. Son el reflejo de la utilidad actual de los sindicatos. Tengo compañeros que hacen el juego de la risita a sus empresarios; que les critican a sus espaldas y que se ponen antifaz a la hora de hablar; son los compañeros que en el momento de la verdad sus palabras se difuminan en medio de su enorme cobardía, y su cara se hace invisible, escondida detrás del callejón de Pilatos.
Y tengo un compañero, uno sólo, que siempre ha estado ahí. Que se preocupa por mí incluso antes de empezar a hacerlo yo. Que llama a las cosas por su nombre. Que no siempre me da la razón. Que no siempre la tiene. Que no siempre me entiende, ni yo a él. Que me enseña las cosas cuando él las hace, no cuando él las dice. Que lo siento cerca en la distancia más absoluta. Que lo puedo ver aunque mis miedos pongan barreras entre su generación y la mía. De esa clase de compañeros sólo tengo uno. Sé que nada es vitalicio. Pero en este caso me empeñaré en que la historia de mi abuelo sobrepase los siglos que hagan falta, sean cómo sean los tiempos que vengan. Si algún día soy yo el abuelo, dejaré heredada en la memoria de mi nieto la historia de mi compañero, de mi padre.

El Cielo de Cuba

Este artículo fue publicado en Julio del año 2003, con motivo de la maldita coincidencia de la muerte de Compay Segundo y de Celia Cruz. Hoy, 3 años y medio después, quiero repetirlo como homenaje personal a Carmen Palacio. Una cubana vestida de valenciana, y que, aunque ella no lo crea, tiene más fuerza y más coraje que las mujeres de las que siempre hablo, y a las que siempre lavaré los pies y besaré las manos. Adelante Carmen: viva tu revolución:

Hay en el cielo una gran sala de actuaciones, con luces de colores, donde se sirve café y ron, y en el que cada noche canta Machín los angelitos negros. Cada velada encuentra una dedicatoria a alguien muy especial. No se retira del escenario hasta que la garganta le para las notas de los sones de su tierra. Esta semana dedicó su actuación de sabor cubano a su “Compay” que está a punto de llegar para acompañarle en sus galas nocturnas llenas de añoranzas. El humo del puro de Ché, que acude siempre a escuchar a su compadre, a pesar de tener prohibida la entrada en tan celestial acontecimiento, se puede ver alejarse con la brisa al mismo ritmo que baila la bandera de la estrella de cinco puntas entre los altísimos sillones de una parte lejana del escenario. Compay Segundo encuentra a su abuela fumando una hoja de tabaco tal y como hizo en casa durante casi cien años; igual que él. Con el ¡ay! en el corazón se sienta a compartir velada y a recordar, al son de guarachas y congas, historias cubanas de las que contaban los viejos cuando paraban de cantar; historias que hablan de trabajos y de amores, como sus canciones; de plantaciones de café y caña de azúcar.
La orquesta azul celeste que acompaña a Don Antonio, inicia un bolero; las parejas se levantan y se abrazan flotando sobre la pista de baile, enmarcada en una nube oscura; oscura como la frente de las madres sufridoras de Cuba que aún malviven en Santiago o en La Habana el martirio de ver que su pueblo entero se reduce a un hombre sólo. A una sola barba. Que todos se someten a una revolución imposible porque el tiempo se la llevó y ya no tiene sentido. El consuelo para los cubanos no es otro que dejar que el tiempo pase, y que venga un día en el que el aire del caribe no se lleve los sonidos de las maracas, porque estén cantando libertades desde Santiago de Cuba hasta el resto del mundo. Y entonces todos los troveros tendrán un escenario imposible, como el escenario donde Machín canta cada noche en el cielo de Cuba.

El cartel de la puerta anuncia para la semana que viene una actuación estelar. No podría ser de otra forma en un sitio así. Con todos ustedes la reina de la alegría: Celia Cruz en el mismísimo escenario cubano y celestial. La bandera ondea de alegría. O de tristeza. Ahí te llegan, mi negro, dos angelitos negros más para que no pare el son sabrosón en el cielo de Cuba.

Presentación virtual

Me siento como cuando iba a un examen medio estudiado. No sé qué resultado tendrá este nuevo paso que voy a dar, aunque esto no es lo que motiva mi decisión. El futuro es algo que, desde mi posición, empieza a relativizarse tanto que casi entiendo las larguísimas fórmulas físicas de Einstein.
Desde luego no pienso faltar a la cita con la imprenta. La revista, coqueta, entrañable, más vieja que yo y más joven que el bautizo de este blog, seguirá contando con mi columna hasta que éste que escribe se canse, decida que ya no tiene nada más que decir, o no vea un hueco vacío cuando mire hacia dentro del antifaz. Os mostraré al iluso, al inquieto, al soñador, al que se equivoca, al que no entiende de nada y habla de todo, al que viaja, al que se enamora, al compañero, al que no se asocia, al incrédulo, al irreverente, al políticamente incorrecto, a ese tan imperfecto como cualquiera de vosotros. Espero que os sirva de algo. Espero que a mí también.
Me mueve la inquietud de contrastar vuestras libertades con la mía, y de hacerlas compatibles (aunque a veces parezca tan difícil). No prometo nada, ni siquiera seguir durante mucho tiempo. No juro nada, no lo he vuelto hacer desde que juré la bandera que hoy tantos pretenden bajar del asta. Tan sólo empiezo. No tengo vocación de futurólogo, así que no sé cuando terminaré.
El antifaz, fue en su momento un escondite, una protección carnavalera para mí, para mi manera de ser. Ahora, ciento veinticinco artículos después, el escondite sin sentido da paso a la simple metáfora que adorna mi vida: el carnaval en que he convertido mi existencia. Esto de los ordenadores tiene magia. Lo digo en serio; sé de lo que hablo. Si encontráis algo de magia en alguna de mis páginas, cogedla, es gratis. No hay derechos de autor en estas líneas. Es fácil: http://elantifazz.blogspot.com/ y a partir de ahí, cualquier cosa puede pasar; lo digo en serio; sé de lo que hablo.