Embusteros



Ya estoy harto. Esta es la entrada más seria que he escrito nunca. De verdad, estoy harto. Por más que me paro a saborear las cosas, me quedo con el paladar de sucedáneo de algo, de otra cosa que era lo que buscaba y encuentro imitado. Estoy harto de que la mentira sea un virus contagioso y adictivo. Harto de que al caminar por las aceras de la vida encuentro trampas que me hacen tropezar en cada baldosa. Y estoy harto de que traten a los inválidos de distinta forma a los bailarines, y de que los fariseos se reproduzcan como conejos, como ratas, en lugar de ser una especie en fase afortunada de extinción, y de que las lenguas se atonten, se callen, y se nos vaya toda la energía a la violencia de los puños cerrados y a las venas inflamadas en los ojos.


Estoy harto del odio. Del odio sin motivo para odiar, del odio envidioso, sin saber que el odio es la más injusta de las injusticias, porque siempre hay quién necesita más que nosotros y les descuidamos mientras odiamos a otro; alguien que necesita más cariño, más comida, no estoy hablando de un teléfono móvil que te dice lo que tienes que hacer en cada momento; estoy hablando de agua para la sed, de amor para sentirse vivo.


Estoy harto de que el que provoca los delitos sea otro distinto al que los comete, y así ellos nunca van a la cárcel. Y de que en los concursos callejeros, un concursante privilegiado con una chequera gordísima en el bolsillo interior de la americana, compre el premio, o el jurado lo venda al que más pague. Y de que los predicadores sean buenos por el simple hecho de que no se les trabe la lengua, independientemente del sermón; y si huelen a podrido somos capaces de llegar a que nos guste el olor.


Rebelaos. Tirad de la manta. Señalad al embustero hasta que la vergüenza lo mastique. Salid a la calle con pancartas. Reivindicad lo puro, lo auténtico, lo sincero, aunque no sea una verdad absoluta. Desterraos si hace falta. Arrancad los pies de la tierra que os ata la conciencia. Exiliaos a una isla donde sólo haya aguas en calma. Bebeos la vida en tazas de café. Sed los protagonistas de vuestra historia; no los espectadores, no los actores de un guión que os escriben otros. No quiero que nadie me dé mis opiniones ya pensadas, listas para usarlas. Repetid conmigo: No. Más fuerte: ¡No! No quiero a ningún Dios de mentira, ni la guerra, ni el dinero. Quiero estar vivo, y sentirlo.

Cita bíblica


Aprendí a citar la Biblia a los doce años. Mi pequeña tragedia infantil encontró refugio en unos gitanos, que hace un par de vidas que no he vuelto a ver, y que me enseñaron a fumar y a tocar las palmas. Uno era “el Viento”, y otro “el Sansón”. Y aprendí a citar la Biblia porque nuestros juegos al compás del reloj lento del verano brotaban como el musgo que crecía en las piedras de una iglesia, donde un curita con la barba muy bien recortada, que jugaba al fútbol mejor que once brasileños, me atrapó con su sonrisa de verdad antes de irse a una misión a Rwanda porque no aguantaba el mamoneo eclesiástico.


Por aquel entonces, como dice la Biblia, aprendí que el pueblo de Israel había sufrido la agresión de los egipcios, y que Dios les sacó de allí hacia una nueva tierra. El Dios castigador dejó caer doce plagas sobre el pueblo opresor. El Dios legislador estableció unas leyes que escribió en piedra a las que llamó mandamientos por cojones. Y legisló todo el comportamiento de su pueblo a cambio de la liberación, incluido el comportamiento sexual que hoy día sigue vigente a pesar de que mi ceguera no está motivada por mis pajas de adolescente.


En aquel tiempo, como dice la Biblia, aprendí que Sansón, homónimo de mi amigo el gitano alegre, se enamoró de una mujer de Gaza, y rompió con sus propias manos las puertas de la ciudad para entrar a verla. Gaza está en lo que era la tierra de los filisteos. No sé desde cuando, pero allí vivían. Cuando Dios eligió a su Bush, o Sarkozy, o Aznar de turno, al que llamó Moisés, le dio, entre las innumerables leyes, instrucciones de cómo llegar a la Tierra Prometida. Esta es la cita bíblica que estoy recordando estos días:

“… debéis arrojar de delante de vosotros a todos los habitantes del país, destruir todas sus imágenes, todas sus estatuas de metal fundido, y demoler todos sus lugares altos. Poseeréis la tierra y habitaréis en ella, pues os la he dado para que la poseáis… Si no arrojáis de delante de vosotros a los habitantes del país, los que de ellos hubiereis dejado serán como espinas en vuestros ojos y como aguijones en vuestros costados, y os hostilizarán en la tierra que vais a habitar”.
Num, 33, 51-55


A mí me dice eso Dios, y le corto las patas a la mesa de su altar. Pueblo de Israel, no lleváis sesenta años oprimiendo a Palestina, lleváis muchos más.

La serpiente


Mala Reputación - Loquillo


La serpiente se arrastra por el suelo y va dejando sus marcas sucias. La serpiente se esconde entre la maleza de las vidas de otros para no ser vista. Hace todo con maldad alevosa desde que envenenó la manzana de Eva. Es así, lo aprendió cuando era una pequeña serpiente, y ahora no sabe vivir de otra forma.


La serpiente muda la piel y deja en cada pijama una de sus múltiples personalidades, adoptando una nueva antes de que te prevengas contra ella. La serpiente es una magnífica actriz. A mí, que me ha visto algunas veces sin antifaz, me sonríe con la amabilidad de un verdadero amigo. La serpiente es carroñera, no digiere ni razona, simplemente engulle sin escupir nada, es así de voraz, de hambruna, de insatisfecha. La serpiente visita mi blog. La serpiente no tiene vida propia, se alimenta de las vidas de otros animales de la selva donde habita. La serpiente no tiene pareja, nadie aguantaría que le mordieran por la noche mientras duerme.



La serpiente zigzaguea, nunca va de frente; es una forma de caminar que le incomoda por su pretensión de ofrecer ese aspecto de perfecta serpiente, cuando todo el mundo sabe que las serpientes no son perfectas, ni las personas. La serpiente baila delante de ti y te hipnotiza, te mira fijamente y te cuenta historias inventadas para que parezcan reales, para que vivas de ellas; es su forma de hipnosis. La serpiente es un reptil por mucho que pretenda amamantar a sus crías. La serpiente hace sonar el cascabel justo antes de sus ataques mortales. Ya lo oigo.
Ya la veo venir. Pasa por aquí sin dejar rastro para husmear y luego escupir el veneno que te mancha la sangre. La miro sonriente. Sonriente yo. Sonriente la serpiente. Tiene ojos maliciosos de serpiente, y su risa deja ver su lengua de doble filo, de doble intención. Ya noto su piel de serpiente, fría como la sangre que tiene dentro. Ya sé cuando está aquí. Una vez me mordió una serpiente. Ahora tengo el antídoto contra la picadura de serpiente: Son mis cojones para vivir como me da la gana sin dar explicaciones.





Esto va dedicado a ti, serpiente. Porque sé que lo leerás. Porque tu aburrida y arrastrada vida no da para más que para ocuparte de los demás, y porque puede que no te funcione el televisor y ni tú misma sepas dónde ponerte el dedo corazón. Con todo mi cariño, un beso, venenoso.


El espejo




Mis hijos y yo tenemos la costumbre de subir el volumen a la música hasta que pensamos que se oye fuerte en casa del vecino. Entonces nos ponemos a bailar en frente del espejo hasta que se nos descoyunta el corazón de reír. Bailamos como si nadie nos viera, hacemos gestos al espejo y le decimos cosas feas, le sacamos la lengua, tocamos la guitarra con la imaginación, y tocamos el cielo con el culo cuando nos caemos al suelo.

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Hace tiempo que el despertador se enfada conmigo porque no le dejo sonar. Me levanto antes de la hora que establece mi cuadrícula social y le tapo la boca. Me voy al espejo y casi no veo nada. No estoy; hay, sin embargo, en frente de mí un espectro aún sin desconectar del país de los sueños con cara de espectro, mirada de espectro, y un mal sabor de boca que asciende desde el infierno de mi pecho. El pelo está desordenado, a medida de los sueños de anoche. La barba no puede estar peor puesta. El conjunto es una burla de otras ocasiones en las que el espejo me trata mejor.

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Suena el teléfono. Contesto que sí, que en diez minutos estoy en la puerta; acabo de arreglarme y ya bajo. Antes de llenarme los bolsillos de llaves me miro al espejo para colocarme el cuello de la cazadora como si fuera el cantante de Gabinete Caligari; el hijo puta me sonríe y me dice que ya no se puede hacer más.

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Pasear por la calle es algo que no me gusta hacer si no estoy seguro de que no voy a encontrar a alguien a quien saludar. La ciudad es más huraña, más parecida a mí, por eso aprovecho mis visitas para patear ciertos sitios y jugar con mi sombra. Algún escaparate reflexivo me saluda aunque sabe que no me voy a parar a preguntar nada, quizá porque corro el riesgo de que me conteste.



Cuando escribo me veo con una claridad de manantial. Me reconozco el olor a tabaco, la sonrisa, la evasión, soy el imposible ser que cabe en una frase, el personaje y el creador, una proyección en el suelo de papel; puede que me guste más o menos, pero sé que soy exactamente yo. El reflejo nítido en un espejo hecho con mis propias moléculas. El reflejo exacto, si no usara antifaz.