No la miré

Torre de Babel [Reggaeton Mix] - David Bisbal


Soy nuevo en este barrio viejo asomado a las puestas de sol en el perfil de un castillo. Soy un tío raro aquí; una nota discordante. Sales a la calle y respiras personas, sudor, miserias, por donde acabará reventando la crisis, por donde empiezan a liberarse los instintos. Ser humilde es tan cierto como tener un perro al que pasear. Este barrio es una exposición de desconchones, un almacén de tarados físicos, inaceptables en el barrio de los ricos.


La vi entre todos. Su luz destaca. Su edad es incalculable, como la valentía de su mirada: descarada, desafiante. Lleva una flecha metálica atravesada en la ceja porque seguramente Cupido se enamoró de sus ojos, y una esfera pequeña colgando en el labio porque la luna se enamoró de su boca suelta y carnosa. Lleva dos reliquias clavadas en la piel. Su edad – ya lo he dicho antes – es incalculable; entre diecisiete y mil doscientos años. No tenía más de dos euros para los vaqueros que luce, pero las espinas agresivas que los adornan valen más, mucho más. El color del pelo es un reflejo del rímel exagerado que abraza su mirada de barrio. El corte, las formas, los enredos, son un exceso de imaginación de las tijeras. La vi y en seguida supe que era más directa que cien antifaces de los míos.


Tiene las tapias del barrio estropeadas de grafitti; pero están mucho mejor estropeadas de lo que son capaces de estropear los pintores. Mete su frustración en un vaso de plástico y la perfuma con la hierba que vende su hermano para sobrevivir – para sobremorir – cada día. La música que oye es tormentosa, es una protesta, un alarde de percusión y poco más. Está incómoda pero sonríe. Sabe que hay alguien por ahí viviendo de lo que roban a su padre a cambio de que enferme de los pulmones en una fábrica, y se enfada. Por eso insulta. Por eso su lengua es ordinaria, traviesa, ilegal. Por eso enterró la corrección en un jardín del parque. Está presa en un sistema judicial, económico, educacional equivocado; ella viene prejuzgada y maleducada de la cuna.



Si tiras un arco iris en un charco adivinarás el color de su sombra de ojos. Qué ojos. Ayer pasé por el barrio y la vi. Por suerte para mi pericardio, no la miré.

Bolero

BOLERO - Ravel - Ravel


Dale al play. Aunque yo escriba deprisa, lee despacio. Tómate 15 minutos para leer esto. Si no los tienes, ve a otro sitio; si no los tienes no merece la pena escuchar a un demente in crescendo. Voy a repetir una docena de veces la misma melodía sin repetir las palabras, como aquel loco. Pero no soy yo quien habla, sino la música; y entre los dos surgirán fuegos artificiales que no se ven sino te bebes la cadencia hasta la embriaguez. Voy a salir a lavar el coche con el perfume de una noche imposible de verano. La alfombra de ritornellos me irá marcando los pasos. Lee despacio. Te estuvo hablando la flauta sobre la suavidad de esta noche recién nacida y no la escuchaste.

El clarinete contesta con otra pregunta sobre la magia que ocurre cuando la luz se va perdiendo en suspiros y queda la luna a solas, con un antifaz de nubes, susurrando esta cadencia de sueño tranquilo, esta paz muda del bosque al que todavía no se le ha secado la pintura negra, estos lunares de ceniza en la cara del cielo, esa ciudad lejana que proyecta al infinito una aureola dorada. Se encienden las velas romanas para alumbrar mi momento; digamos, mi bolero. Lee despacio.



Aparece una voz que replica, que aporta un latido más a esta noche donde las tripas mandan. Un fagot saluda y se dispone a contemplar tus pensamientos sentado a tu lado. Te das cuenta de que eras tú quien esperabas el sonido, de que no es un producto de tu imaginación, de que esa calma inicial no es otra cosa que la expectativa de una revolución de sensaciones nuevas, y aunque el fagot parece más cuerdo que otra cosa, alguien más en este paisaje le hará enloquecer. Tienes compañía, lo que no tienes es prisa.

Requintos casi chillones se burlan del fagot y su grave timidez. Le imitan, le parodian, repiten con sorna sus oraciones y te dibujan de forma natural una sonrisa. Si la risa estalla, es que la mecha del primer cohete está encendida. No te pongas nervioso. Esto era lo que esperabas. Fuego y música. Fuego y risa. Vamos a seguir. Si acabaste antes que la música, espera; respira y haz coincidir el párrafo con la siguiente estrofa.


Empieza de nuevo a anochecer. El proceso se repite. El oboe es un ser solitario pero no triste, además en la alfombra de hojas secas suenan pellizcos de violines, como caricias. Este anochecer es más estival que el de hace cinco minutos, más acalorado, más hecho a viajar a la noche. Surgen en vertical soplidos de fuego blanco. Te creces. Ensanchas el pecho de orgullo íntimo. No te dejes llevar por la inquietud porque no sabes lo que te espera por mucho que lo imagines. Lee despacio.

También sale un imitador de esta segunda oscuridad. Una trompeta sorda con ganas de resaltar lo agradable del silencio, de que disfrutes el momento, de que dejes a los sentidos confundirse y no sepas si no se oye porque no hay luz o es que no se ve porque nadie dice nada excepto la respiración. Escucha que la orquesta llega sin prisa, descalza, va tomando posiciones en el escenario de tus dedos, de tu estómago, de tu lengua que tanto desafinó otras veces. Te estás comiendo las palabras de la impaciencia. Te lo repito: es de noche, lee despacio.

Una pareja pasea por entre las piedras. Los he descubierto por casualidad, pero no dejaré que me vean. Él tiene voz de saxo tenor, grave pero melosa, la espalda ancha; canta lo mismo que los demás elementos de la naturaleza pero con barba de dos días, y le canta a ella. En este caso soy intruso de este anochecer, y estoy celoso de no ser un saxo tenor, aunque he venido aquí a ver una docena de anocheceres y a contaros cómo son. Él pretende hablarle al oído, ella no había venido a hablar.



Ella es un saxo soprano de suave voz y estampa misteriosa. Esconde la cara detrás de su pelo negro. Quizá anocheció a causa de su presencia. Sus labios son dos torbellinos rojos con los que inventaron una vez el fuego. Camina tan despacio que ralentiza el tiempo. Mira tan fuerte que tiemblan los pies, que emborracha hasta el dolor de hígado. Pero es fugaz como esta noche corta que volverá otra vez hasta que yo entienda qué significa la palabra noche. Así es difícil leer despacio, lo sé.

Supongo que esto es un anochecer nuevo. Más dinámico. Dos flautines, una trompa y una celesta componen la ausencia de sol esta vez. No podía ser otra cosa que una celesta para oscurecer el cielo. Hablan las plantas negras, las nubes blancas. Es una invasión ágil de cambios de color, de ruidos nocturnos recién desenvueltos, de aromas que sólo la noche puede oler. Los ojos de la noche se van abriendo poco a poco en cada estrella, y te miran. Coño, está anocheciendo para ti.

Por si no te has enterado te lo repito. Esta vez con dos oboes y dos clarinetes. Te lo repito más fuerte. La sinfonía es una vitamina a estas horas en las que el reloj busca una almohada. Y cuidado, porque si pisas el suelo sonarán entre las hojas ráfagas de trompetas. Todo encaja perfectamente. Eres un director de orquesta magnífico. Hace un par de tardes tenías frío y ahora te sobra la camisa. Huele a madera. Es el viento el que te despeina con sus dedos suaves, largos, perfumados. Dicen los ignorantes que la perfección no existe. Los sabios callan.















El trombón es un búho en una rama de tus pensamientos. No dejes que te intimide. Su voz silencia el resto. Parece que te denuncia, te culpa de haber querido que hoy anocheciera tantas veces seguidas. No tengas miedo. No le escuches. Tú no te escondes, y él sí lo hace. Se oye pero no enseña el dedo acusador. Olvida los búhos. Si quieres lanza hilos de fuego a su guarida y volará a otro bosque más débil, porque tú ahora eres fuerte, eres tú. Si tú quieres, empezamos otra vez.
¿Lo ves? Llegaron las cuerdas tercera y quinta como un desfile inaugural de esta noche. Para decirte que esto es una celebración. Que no esperes a que mañana anochezca otra vez. Tómate ésta como la última. Es la única forma de vivirla como se merece. Ahora puedes seguir hablando entre los instrumentos, mirando los fuegos artificiales que imitan a las galaxias. Tú eres el único público que este espectáculo tiene hoy, y no necesitas entrada, porque ya no vendrá nadie más. Esto es sólo para ti. Descálzate.

No puedes dormirte. Ahora no. Mira esto: la caja golpea con más fuerza y se acompaña de algunas estrellas de viento. La melodía de ahora es un conjunto de cinco fuerzas. Es así. La música te pisa más fuerte, te despierta, y proyecta la película de tus sueños en el cristal del cielo. Es como poner iluminación musical a la noche. Es como si tu sombra se hubiera ido a dormir para dejarte acariciar por los aullidos de un perro pregonero de esos contornos. Tu sombra o tu conciencia, no sé. Tienes un nuevo sabor en la boca. Ahora sobran palabras y falta melodía.
















A las terceras y quintas de anoche se le suma una constelación de violines plateados que son gritos noctámbulos y susurros grises; es una mezcla que acelera las pulsaciones. Estás averiguando cómo anochece y sientes que se te desatan las manos y se relajan todos los músculos de tu cuerpo excepto los culpables de la alegría. Hacía mucho que no te sentías así. Parte de la naturaleza. Los pisotones de la percusión queman las civilizaciones, las economías y todo lo que conllevan. Ahora eso no te importa. Ya sabes anochecer.

Si se oyen pasos déjalos pasar. Son trompetas que abren las puertas del cielo antes de las galas nocturnas de ángeles y demonios. En tantas fiestas has estado con tanta gente que ahora no vas a dejar pasar a un grupo de invisibles ruidosos que levantan el polvo del suelo con el volumen de la música. Pasad. Bailad. Cantad. Desobedeced a vuestro padre. Haced algo ilegal. Hoy invito yo. Tengo el alma sudando y la garganta seca. Qué noche. Cualquiera lee ahora despacio.


















Una bailarina contratada por el diablo que llevas dentro se te acerca con la boca entreabierta y te susurra al odio palabras que no se oyen con la música tan alta, pero que suenan a deseo. Se aleja, se acerca. Juega contigo mientras baila este son de color árabe, andaluz, de mirada profunda al fin y al cabo. Te dejas llevar de nuevo y nada te molesta, ni el frío ni el calor. Te invade el ruido que viene de ese cráter misterioso que es anochecer. Dime algo más pero calla. Los ritornellos son ahora la obra musical, y la partitura completa una noche exagerada.

Esta es la última vez que verás la noche. Ya sabes cómo es. Eso pensabas. La constelación completa de instrumentos entra en acción desde el cielo hasta ti. Van dirigidos por tres trompetas y una cuerda de violines. Lo que te decía: música celestial. Tienes la sensación de haber muerto tantas veces que mereces una resurrección de vez en cuando. La luna se llena de música y cada cohete es como encender todas las estrellas a la vez. Esto no es poesía ni metáfora ni intimidad ni nada. Esto es una locura.

¡Ah! Faltaba una trompeta más. La que desata la impaciencia impaciente, la indecencia indecente. La que te hace sentir que tu piel de serpiente se cambia por una nueva. La que te rompe la boca como si fuera de hojaldre. La que por fin envía aire sin viciar para que construyas edificios de aliento ardiendo. La que te invita a caminar sobre un precipicio que tantas veces has visto y que ahora sabes cómo hacer florecer hasta en sus rocas.

Se acabó. La orquesta se modula. La luna se sube a la última octava del cielo. Y llega el acorde final. Un acorde donde la noche acaba. Te lo decía yo: para explicar cosas sencillas no hacen falta palabras complicadas. Has hecho que el anochecer sea tan bonito, que acaba de amanecer en ti. Derrumbe final del Bolero… La locura es algo que los cuerdos sólo podéis imaginar.

Viaje


Discover Miguel Bosé!



El otro día la suerte hizo cábalas conmigo, la familia hizo lo que tenía que hacer, mi jefe me dio el día libre, y me quedé sólo en casa. Me sorprendí arropado bajo una de mis canciones manta, mirando como la lluvia llenaba de lágrimas los cristales. No me apetecía salir a la calle a romper los zapatos en el frío prematuro del invierno que se cuela con prisas por las pequeñas grietas de la puerta de mis manos heladas. Así que me fui de viaje. Abrí aquellos años que guardo, a pesar de los nudos del tiempo, en puertas y cajones de madera joven, e iba pasando por encima sin tocar el suelo. Estuve leyendo las cartas que brotaron de mi juventud llena de inquietudes, amores, desengaños, sueños y pesadillas, y cosas importantes sin importancia. Me puse a recortar palabras antiguas para formar un corazón nuevo, pero no encajaba en el hueco del que tengo ahora. Será que ya no me sirven los golpes que me di en aquella época. Será que me resisto a que la sangre se enfríe.



De un álbum de fotos que llevaban mucho tiempo con los ojos cerrados, rescaté algún capítulo de esos tan lejanos, tan en el fondo del cajón, que para imaginar las escenas necesito inventar ciertos detalles que se cubrieron del polvo que los calendarios le echan encima. Alguna de las imágenes me miró con cara de niño sin que yo tuviera la intención de mirar la imagen con cara de hombre. Traté de construir un espejo con el marco descosido del papel amarillo, pero no había reflejo, ni mango para sostenerlo en frente de mí; se me caían al suelo. Y no había trozos de cristal que recoger. Será que volver tras tus propios pasos es dirección prohibida. Será que recordar es conveniente y añorar es un exceso sentimental, un truco de magia que ningún mago sabe hacer sin ponerse en evidencia.




Regué de nuevo el cristal de este inexperto invierno con mi aliento. Ahí de pie; disfrazado de mi propio personaje, interpretando mi papel en la escena de hoy. A veces no sé si son gigantes o molinos. A veces me sorprende la hoja roja en el librillo de papel de fumar. A veces no me queda bien el antifaz por no haber leído el guión. Pero hoy tengo una nueva ventana, aquí delante, que está poniendo pilas a mi reloj. Miro hacia delante y hay millones de posibilidades de equivocarse. Hoy elijo mi camino, que es mi acierto. A veces no sé si son gigantes o molinos; y qué más da.


Eres una mierda

El señor Xianmei tiene unos 50 años pero arrastra la apariencia de un anciano de 80. Su presencia es la hipérbole de la delgadez. No hay más de tres dientes acompañando sus palabras. Sus manos parecen esculpidas en cartón piedra de trabajar toda la vida recolectando maíz y arroz en la parcela que el gobierno chino le concedió en usufructo a su padre. Acaba de llegar a la ciudad; vino a regañadientes después de que su hijo le convenciera de que con la pequeña tienda que tiene pueden vivir los dos. En la tienda hay de todo. Abres una puerta metálica y mientras se queja en su apertura deja ver paredes, techo y estantes asomados directamente al color sucio y al olor mísero de una avenida de Wuhan. De todas formas el padre aceptó estar en la ciudad sólo un tiempo para probar. Le han dicho que el gobierno va a dejar la propiedad de la tierra en manos de sus labradores, y eso le permitirá vivir mejor, ampliar el terreno quizá, y legar a su hijo Wang una herencia que le deje respirar de vez en cuando fuera de la tienda. Un día entré allí. El señor Xianmei me sonrió con su boca despoblada desde la silla que ocupa un rincón de la tienda. Compré un mechero y un llavero. Pagué 4 Yuans (40 céntimos) por las dos cosas. Huele mal, pero ellos sonríen.

Steve cogió un día su todoterreno y su familia y cambió una pequeña granja en Texas por un talón con el que empezó el alquiler del bar de la planta de motores de una fábrica de coches en Detroit. Al cabo de unos años su hijo, Little Johnny, acabó los estudios de diseño industrial y empezó a trabajar en la fábrica. Steve compró una casa nueva completando así el sueño americano. Qué asco, pero qué cómodo. Cambiaron de coche, viajaban, y se permitían ciertos lujos a la semana en ropas y restaurantes. Little Johnny iba a ser uno de los diseñadores que trabajase con nosotros en un nuevo proyecto, pero su empresa a última hora os dijo que había un cambio de planes. Por el mismo precio – eso dijeron – nos llegaron dos diseñadores de la India igual de bien preparados que Little Johnny. La fábrica cerró la puerta por escasez de ventas y el bar de la planta de motores por escasez de clientes. Steve, su mujer y Little Johnny no pudieron hacer frente a sus pagos más de dos meses. Hoy viven en la calle 3 de un descampado lleno de tiendas de campaña. A lo lejos se adivina el perfil estático de la fábrica. Las chimeneas ya no echan humo.

El gobierno de Wang Xianmei es comunista, y no le quiere. El gobierno de Little Johnny es capitalista, y no le quiere. Seas quien seas, eres una mierda, excepto si eres un banco y dejas de ganar unos cuantos miles de millones. Qué hijos de puta.