El reloj de sol


Desde pequeña se vio para siempre sentada en aquel sitio del parque. Le gustaba contar el tiempo, las horas. Sus padres bailaban el bolero aquel como si ellos fueran la maquinaria del reloj que no marca las horas; y ella jugaba en la hierba, y se asomaba de vez en cuando a la glorieta del reloj del parque de Maria Luisa para saber qué hora era. Este reloj siempre funcionaba bien; es una garantía poner un reloj de sol en un lugar donde sólo uno de cada mil amaneceres despierta las nubes. Cuando la conversación con los amigos destapaba las profecías a largo plazo ella aseguraba que iría allí algún día a bailar con su pareja, y sus hijos jugarían en la misma hierba; así seguiría contando las horas en la glorieta del reloj.

El tiempo, ese pisarse una hora con la otra en la sombra de un palo, que hacía de un puñado de horas un día, y de una brazada un año, la hicieron una mujer estudiosa. Su estudio era, más que ganas de aprender, curiosidad por comprender las cosas poco evidentes. Y así se vio sumergida, sin pensarlo, en un oleaje de folios de apuntes fotocopiados y de libros prestados. Aprendió a navegar en esas condiciones, y no dejaba de ir de vez en cuando a tocar la hierba, fresca o seca, y a mirar la sombra del palo en el reloj. Conoció a su pareja al otro lado de una ecuación que igualaba, sin resolver, su valentía y su silencio. Hicieron de dos personas una entidad superior, un algo inexplicable con palabras y fácilmente comprensible a los ojos de cualquiera. Antes de nublarse compartieron mesa y cama, sudor y saliva. Construyeron un olor nuevo con la mezcla de los suyos. Y estudiaron para entender el mundo. Y se entendieron sin tener que estudiarse. Y todo esto ocurrió antes de que se nublara.

Un día empezó a soplar el viento que anuncia la lluvia, y estuvo jugando un rato con sus pies hasta que los arrancó del suelo. Londres, Valencia, Frankfurt o Madrid fueron ciudades a la sombra, ciudades sin reloj. Estos sitios pusieron el nombre a las circunstancias que los separaron de boca y manos, aunque no de corazón. Esa hambre social, que como a los borregos, nos cría la lana hasta que estamos listos para ser esquilados, les llevó a elegir una beca, un proyecto, un contrato y una distancia. Y tras la distancia se fue, en un chasquido de los dedos, aquella forma de vivir compartida, aquellos besos llenos de risas, aquellas risas llenas de besos. Al parque se le cayeron las hojas al suelo y ella se prometió a sí misma que no pisaría las hojas, sino la hierba. Las ausencias alimentaban la angustia por la espera hasta que se hizo cotidiana, habitual como un martillo dosméstico. Tenía dentro la inquietud de cambiar el mundo, pero no sabía por donde empezar. Un día recibió un mensaje que decía:


Quisiera ser tus alas

Pero no un pájaro entero

Y si vuelas así

Sabrás como yo vuelo.


Quisiera ser tus manos

Aunque me veas manco

Y que el amor que hoy aprieta un abrazo

Nos estruje mañana la cuenta del banco.


Quisiera ser tu gato

Con las uñas mordidas

Y encelarme en tu tejado

Seis o siete de mis vidas.


Se levantó detrás del poema y supo que para cambiar el mundo tenía que cambiarse ella misma. Hizo la maleta y se fue con él abandonando el parque, el sueño, el reloj de sol y el trabajo. Desde ese día no hubo más corazones rotos que los tomates de la ensalada, ni más distancia que un ‘hasta la tarde, amor’, ni más cartas de amor que las notas en el mueble de la entrada.

Las fachadas de los edificios son como las personas: en seguida que cumplen algunos años les llaman, sin miramientos, antiguas, viejas y pasadas de moda. Las fachadas de los edificios de Barcelona son un paisaje en el que ella se ocupaba mientras él salía del trabajo. Las recorría mientras las hacía familiares a la mirada, las iba reconociendo como la piel de la ciudad donde sus sueños giraron la esquina, quizá para poder seguir soñando. Le llamó la atención un edificio de piedra blanca que se adornaba a sí mismo, aunque los árboles le hacían de falda. Lo miró un rato y empezó a imaginar si podría vivir allí algún día, aunque de vuelta a la realidad se conformó con poder entrar y dejar libre a la curiosidad un rato. Cruzó la acera para ver el edificio con más detalle. En la parte superior había un reloj de sol empotrado en la piedra, y en la ventana abuhardillada de al lado, agarrado a la barandilla, un cartel anunciaba un alquiler. Anotó un número de teléfono y se fue sonriente, mientras olía a hierba fresca, porque el reloj de su corazón marcaba las siete menos cuarto. Aprendió a contar el tiempo desde niña, y desde que decidió abandonar el trabajo y su brillante carrera, aprendió a vivirlo.



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Más vale que me calle





Más vale que me calle,

Porque si escupo estas serpientes por la boca

Vas a pensar que me cambié la piel

Por la de un tanque en guerra.

Por una bala loca,

Contra los embusteros sin detalles,

Van palabras y piedras.

Más vale que me calle.


Más vale que me calle,

Por no aburrirte siempre con lo mío.

Eterna esquina de un verano que no llega.

Un verano que recuerdo que no existe,

Aunque inventé una vez cerca del frío.

Ya sé que no me pega,

Revolver en tus cajones sentimientos,

Ni contarte las cosas que no viste.

Por no contarte nada, no te cuento.

Más vale que me calle.


Si cuanto menos hablo menos sé qué decir.

Más vale que me calle

Más vale que hables tú antes que me desmaye

Y deje de escribir.


Más vale que me calle.

La canción que te di

Se la enviaré al diablo,

Que aunque las venas del infierno estallen,

Es el único que escucha cuando hablo.

Más vale que me calle.



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