Cada año



Se va el año, dicen, pero dónde. Le estoy buscando un sitio y creo que no se va, que se mete en un hueco del mueble de nuestras luchas contra el año, contra el día, contra el tiempo al fin y al cabo. Y el reloj sigue su curso, a un paso diferente del ritmo que nos empeñamos en marcar.


Ya estamos tropezando en buenos o malos agüeros, en profecías, adivinaciones que nada adivinan; y la aguja fina del reloj sigue: clic, clic... No me digan lo que va a pasar; no quiero saberlo. Si supiera lo que va a pasar mañana, desperdiciaría el día de hoy preparándome. Sigo buscando, enredándome en mí mismo, queriendo saber quién eres para saber quien soy yo, sigue la hierba creciendo si el sol asciende.


Tengo una meta mucho más lejana que un 31 de diciembre, infinitamente más alta, más imposible; mi meta soy yo y donde la imaginación me lleve; y por favor, que vaya ella siempre por delante de mí, que nunca la alcance. Dijo Mandela que después de haber subido una montaña muy muy alta, se dieron cuenta de que había muchas montañas más, y más altas todavía. Mi batalla es pacífica y solitaria. Pago con gusto a mi soledad porque de vez en cuando tengo el premio de una compañía. Yo no soy lo que escribo, soy lo que pienso al escribir, lo que no pienso escribir. Así derribo, sin tocarlas, las barreras que han instalado; barreras fronterizas en el espacio acotado con el pretexto de un idioma o una raza, y ahora barreras al tiempo. Pues yo no las veo; será que no me asusta que cada uno sea como es, y que no pregunto cómo sois. No es desinterés, es respeto por vuestra libertad, es un clamor por la mía. La hierba sigue creciendo a la luz de la luna.


Hay un reloj encima de la mesa indiferente a la emoción artificial de comerse doce uvas en doce segundos. Inmóvil, pero incansable. Para el nómada, continúa el camino. Para el navegante, el mar no se acaba. Para el campesino, la hierba que no se corta sigue creciendo detrás del reloj, de la mano del tiempo.



Eres un cabrón, pero no podrás conmigo. Ya me dejé vencer una vez y ahora me distraigo desordenando el orden establecido, infringiendo las leyes humanas y rompiendo las piedras donde escribieron las leyes divinas.



Soy un novato en esto de los cotillones de fin de año y un experto en dudar sobre la verdad de lo que pienso, y el estómago es un nido de mordiscos de serpiente, y la cabeza una pista de aterrizaje de agujas invisibles, y no voy a tomar pastillas para dejar de volar, ni voy a dar cursos de vuelo; plegué el antifaz como si fuera un paracaídas.


Tengo tres o cuatro verdades que a mí al menos me lo parecen: soy una mujer con el pelo de hierba recién crecida, una canción que saltó del pentagrama, un niño que ríe y llora, un vaso de cerveza siempre lleno, y poco más. Es una forma como otra cualquiera de vivir por encima del tiempo.

Peinture a l’huile.


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Subir a Sacre Coeur a ver a Denis es una experiencia de la que siempre sacas nuevas imágenes. Bajo del metro en Abbesses y paso por delante del “mur de je t’aime” donde han escrito te quiero en más de trescientos idiomas. Siempre me llamó la atención cómo decir la misma cosa de diferentes formas. Voy dando un paseo sin pisar la oscuridad, las putas primero te huelen la cartera y después la bragueta; mobiliario urbano con más raíces que los árboles, con más oxido que los pies de las farolas. Entre el deterioro de algunos edificios se pueden ver carteles asomados a los balcones donde se alquilan habitaciones. En la pequeña explanada, antes de las escaleras de la basílica blanca, hay un carrusel que ilumina los dientes sonrientes de los niños y los ojos de los padres. Llego a la calle Azais con la noche oscura como el bolsillo. Se están acostando los pájaros negros en las plazas bohemias y las protestas de spray en las paredes se acaban de poner un pijama desconchado. La puerta de la pensión Montmartre es un fascículo en la enciclopedia sentimental de este barrio que interpretó la historia desde dentro de cada persona y que ahora es un precioso fondo para las fotos de los turistas; la única forma de cambiar la sociedad, es que cada uno se cambie a sí mismo. La anciana de siempre abrió la puerta con la sonrisa de siempre; como si sólo hiciera cinco minutos que la vi por última vez. Le pregunté por Denis y me extendió una mano que confunde arrugas en la piel y caminos generosos de sangre en cada vena. Decir que la luz de las escaleras es tenue sería una exageración. Se ve lo justo para no tropezar. Entre el color de la bombilla y la suciedad de las paredes por falta de pintura – ironías del lugar – se consigue un clima casi masticable; la penumbra huele al paso del tiempo y a lentitud, como la madre que el vino hace en los barriles.



Denis me abre la puerta de su casa con su cara de cuentacuentos y nos desbordamos en la cocina con la alegría del reencuentro mientras prepara un café. Me pregunta por mi escritura y le confieso que no avanzo lo que me gustaría por falta de tiempo, de concentración, y porque tantas veces escribo una frase que me gusta enfrente de mil que arrugo en folios de rabia y tiro a la papelera del olvido o me dejan ensañarme con la tecla retroceso.



- Bueno – me dice en broma para que me lo tome en serio – nos deberíamos emborrachar antes de que me digas a qué has venido; siempre me pides imposibles.
- Y tú siempre los dibujas, por eso vuelvo.
- Todavía me acuerdo de la vez que me pediste pintar de nuevo el café Kleber.
- Y yo me acuerdo de que pintaste otro café en otro rincón de la ciudad y me dijiste que el café Kleber puede ser cualquier café, que sólo bastaba con mirarlo de una forma diferente.
- Es así – me dijo sonriendo – en un cuadro hay tantos cuadros como ojos puedan mirarlo. Anda, dime qué quieres que me tienes nervioso. ¿Quieres una copa?
- Sí Denis. Te acepto esa copa. Por cierto, te he traído un vino de mi tierra.
- De tu tierra – la carcajada rebotó en las paredes de la habitación como una pelota de goma – pero si tú no tienes tierra. ¿O me estoy equivocando?
- No. No tengo tierra. Me repugnan los posesivos.
- Venga dime. ¿Qué necesitas de mí?
- Un regalo.
- ¿Para una chica? ¿Un cuadro bonito de la plaza de aquí al lado con la basílica de fondo y los pintores con su chapela ocupando toda la plaza? No me lo creo. Te estás haciendo mayor.
- No hombre, me estoy haciendo mayor, pero no tan rápido. Necesito que dibujes la Navidad a alguien que no quiere oír hablar de Navidad, que le explotan las bombillas en los ojos, que le retumban las canciones navideñas, que los dulces navideños se amargan en su paladar. ¿Me has entendido?
- Perfectamente. Podría pintar el cuadro para mí. Me ajusto como un guante a esa descripción.
- Vale. No tengo más datos que darte. Espero que sea suficiente.
- Es más que suficiente – me dijo mirando por la ventana – vente mañana por aquí.



Me sorprendí de la rapidez. Un sólo día para acabar un cuadro. Pero Denis es así; una constante sorpresa. Me despedí de él con todo el agradecimiento que cabía en una botella de vino y me metí en el primer bar que encontré a seguir regando la garganta y a buscar algún rasguño entre las almas de la noche de Montmartre con el que manchar mis papeles. Encontré a una dominicana que estaba aprendiendo francés y a lucir la lencería sin perder la dignidad a la misma vez. Un señor que parecía familiar de Denis se empeñó en tocar para nosotros todo su repertorio latino al violín. Las copas iban y venían, el violín no se iba, la gente tenía las manos y la lengua desatadas. Y en esas, acabé durmiendo en algún lugar al que ahora no sabría volver; solo recuerdo un olor en mi ropa que me transportaba al jardín de mi abuela cuando yo era niño.



Al día siguiente, después de dejarme vencer por los ataques dañinos de la cabeza y el estómago, volví a casa de Denis. Abrió la puerta con la misma ropa del día anterior, con la barba de un personaje de cuentos y unas ojeras exageradas y extrañamente sonrientes. Me invitó a pasar, me dijo que mi encargo estaba terminado, y me explicó que había estado trabajando en él toda la noche. Era un cuadro negro con millones de puntos de luz. Se veían las calles amplias de París, repletas de descubrimientos sin descubrir, y las estrechas parecían impacientes; quizá la torre Eiffel era un árbol de navidad en aquella imagen. Quizá la telaraña de calles era una selva o un desierto, o quizá las avenidas eran guirnaldas con las que adornar la noche. Al fondo el cielo tenía un regusto de azul, suficientemente corto para recordar que la noche no es eterna, aunque encantadora. No supe qué decir, pero dije: bonito atardecer.
- Es un amanecer – replicó Denis con ganas de dormir, o de café – lo que me has pedido era amanecer de nuevo, reaparecer con otras ganas, y hacer de la noche un recuerdo maravilloso. Si quieres podemos dar un paseo, así el cuadro acabará de secarse.





Pasamos el día juntos, comentando nuestras inquietudes para hacerlas parecer menos graves; salimos a comer a casa de un español que pasa por ser un famoso cocinero francés. Entre cada conversación yo remiraba el cuadro en la memoria e iba asimilando lo que Denis me había transmitido. Llegamos a casa a recoger el cuadro a esa hora en que la noche empieza a arreglarse para salir. Le pregunté si el cuadro se llamaba Navidad. Me dijo que no. Que su nombre era: la ventana. Los ojos se me fueron tan rápido como los pies a mirar por la ventana, y allí estaba el cuadro. Le miré y le sonreí. Él me explicó un poco más:
- Supe en seguida qué pintar. Querías una estampa navideña y yo la tengo todo el año al alcance de mi vista. En cualquier momento puede ocurrir lo que buscas, o incluso sin buscarlo, puedes nacer. No hay que esperar al 25 de diciembre. Quizá sólo tienes que abrir la ventana. Quizá sólo tienes que mirar de otra manera.



Antes de coger el cuadro envuelto en un papel, le di un abrazo como el que hubiera dado a mi padre el día que nació mi hijo. Me despedí de él asegurando que volvería y salí con la sensación de ser otra persona.
El clima, la gente y las calles copiaban la noche anterior. Los pájaros y Denis se iban a dormir, la visión se limitaba al primer piso de los edificios, las farolas chocaban con tacones de cuero compitiendo en altura, y mi ropa seguía oliendo a jardín. Leí un cártel de tantos como te abordan en la calle: “chambre à louer.” Anoté un número de teléfono y me perdí por la acera interminable como si fuera uno de los millones de puntos de luz del cuadro.
Feliz navidad.

No la miré

Torre de Babel [Reggaeton Mix] - David Bisbal


Soy nuevo en este barrio viejo asomado a las puestas de sol en el perfil de un castillo. Soy un tío raro aquí; una nota discordante. Sales a la calle y respiras personas, sudor, miserias, por donde acabará reventando la crisis, por donde empiezan a liberarse los instintos. Ser humilde es tan cierto como tener un perro al que pasear. Este barrio es una exposición de desconchones, un almacén de tarados físicos, inaceptables en el barrio de los ricos.


La vi entre todos. Su luz destaca. Su edad es incalculable, como la valentía de su mirada: descarada, desafiante. Lleva una flecha metálica atravesada en la ceja porque seguramente Cupido se enamoró de sus ojos, y una esfera pequeña colgando en el labio porque la luna se enamoró de su boca suelta y carnosa. Lleva dos reliquias clavadas en la piel. Su edad – ya lo he dicho antes – es incalculable; entre diecisiete y mil doscientos años. No tenía más de dos euros para los vaqueros que luce, pero las espinas agresivas que los adornan valen más, mucho más. El color del pelo es un reflejo del rímel exagerado que abraza su mirada de barrio. El corte, las formas, los enredos, son un exceso de imaginación de las tijeras. La vi y en seguida supe que era más directa que cien antifaces de los míos.


Tiene las tapias del barrio estropeadas de grafitti; pero están mucho mejor estropeadas de lo que son capaces de estropear los pintores. Mete su frustración en un vaso de plástico y la perfuma con la hierba que vende su hermano para sobrevivir – para sobremorir – cada día. La música que oye es tormentosa, es una protesta, un alarde de percusión y poco más. Está incómoda pero sonríe. Sabe que hay alguien por ahí viviendo de lo que roban a su padre a cambio de que enferme de los pulmones en una fábrica, y se enfada. Por eso insulta. Por eso su lengua es ordinaria, traviesa, ilegal. Por eso enterró la corrección en un jardín del parque. Está presa en un sistema judicial, económico, educacional equivocado; ella viene prejuzgada y maleducada de la cuna.



Si tiras un arco iris en un charco adivinarás el color de su sombra de ojos. Qué ojos. Ayer pasé por el barrio y la vi. Por suerte para mi pericardio, no la miré.

Bolero

BOLERO - Ravel - Ravel


Dale al play. Aunque yo escriba deprisa, lee despacio. Tómate 15 minutos para leer esto. Si no los tienes, ve a otro sitio; si no los tienes no merece la pena escuchar a un demente in crescendo. Voy a repetir una docena de veces la misma melodía sin repetir las palabras, como aquel loco. Pero no soy yo quien habla, sino la música; y entre los dos surgirán fuegos artificiales que no se ven sino te bebes la cadencia hasta la embriaguez. Voy a salir a lavar el coche con el perfume de una noche imposible de verano. La alfombra de ritornellos me irá marcando los pasos. Lee despacio. Te estuvo hablando la flauta sobre la suavidad de esta noche recién nacida y no la escuchaste.

El clarinete contesta con otra pregunta sobre la magia que ocurre cuando la luz se va perdiendo en suspiros y queda la luna a solas, con un antifaz de nubes, susurrando esta cadencia de sueño tranquilo, esta paz muda del bosque al que todavía no se le ha secado la pintura negra, estos lunares de ceniza en la cara del cielo, esa ciudad lejana que proyecta al infinito una aureola dorada. Se encienden las velas romanas para alumbrar mi momento; digamos, mi bolero. Lee despacio.



Aparece una voz que replica, que aporta un latido más a esta noche donde las tripas mandan. Un fagot saluda y se dispone a contemplar tus pensamientos sentado a tu lado. Te das cuenta de que eras tú quien esperabas el sonido, de que no es un producto de tu imaginación, de que esa calma inicial no es otra cosa que la expectativa de una revolución de sensaciones nuevas, y aunque el fagot parece más cuerdo que otra cosa, alguien más en este paisaje le hará enloquecer. Tienes compañía, lo que no tienes es prisa.

Requintos casi chillones se burlan del fagot y su grave timidez. Le imitan, le parodian, repiten con sorna sus oraciones y te dibujan de forma natural una sonrisa. Si la risa estalla, es que la mecha del primer cohete está encendida. No te pongas nervioso. Esto era lo que esperabas. Fuego y música. Fuego y risa. Vamos a seguir. Si acabaste antes que la música, espera; respira y haz coincidir el párrafo con la siguiente estrofa.


Empieza de nuevo a anochecer. El proceso se repite. El oboe es un ser solitario pero no triste, además en la alfombra de hojas secas suenan pellizcos de violines, como caricias. Este anochecer es más estival que el de hace cinco minutos, más acalorado, más hecho a viajar a la noche. Surgen en vertical soplidos de fuego blanco. Te creces. Ensanchas el pecho de orgullo íntimo. No te dejes llevar por la inquietud porque no sabes lo que te espera por mucho que lo imagines. Lee despacio.

También sale un imitador de esta segunda oscuridad. Una trompeta sorda con ganas de resaltar lo agradable del silencio, de que disfrutes el momento, de que dejes a los sentidos confundirse y no sepas si no se oye porque no hay luz o es que no se ve porque nadie dice nada excepto la respiración. Escucha que la orquesta llega sin prisa, descalza, va tomando posiciones en el escenario de tus dedos, de tu estómago, de tu lengua que tanto desafinó otras veces. Te estás comiendo las palabras de la impaciencia. Te lo repito: es de noche, lee despacio.

Una pareja pasea por entre las piedras. Los he descubierto por casualidad, pero no dejaré que me vean. Él tiene voz de saxo tenor, grave pero melosa, la espalda ancha; canta lo mismo que los demás elementos de la naturaleza pero con barba de dos días, y le canta a ella. En este caso soy intruso de este anochecer, y estoy celoso de no ser un saxo tenor, aunque he venido aquí a ver una docena de anocheceres y a contaros cómo son. Él pretende hablarle al oído, ella no había venido a hablar.



Ella es un saxo soprano de suave voz y estampa misteriosa. Esconde la cara detrás de su pelo negro. Quizá anocheció a causa de su presencia. Sus labios son dos torbellinos rojos con los que inventaron una vez el fuego. Camina tan despacio que ralentiza el tiempo. Mira tan fuerte que tiemblan los pies, que emborracha hasta el dolor de hígado. Pero es fugaz como esta noche corta que volverá otra vez hasta que yo entienda qué significa la palabra noche. Así es difícil leer despacio, lo sé.

Supongo que esto es un anochecer nuevo. Más dinámico. Dos flautines, una trompa y una celesta componen la ausencia de sol esta vez. No podía ser otra cosa que una celesta para oscurecer el cielo. Hablan las plantas negras, las nubes blancas. Es una invasión ágil de cambios de color, de ruidos nocturnos recién desenvueltos, de aromas que sólo la noche puede oler. Los ojos de la noche se van abriendo poco a poco en cada estrella, y te miran. Coño, está anocheciendo para ti.

Por si no te has enterado te lo repito. Esta vez con dos oboes y dos clarinetes. Te lo repito más fuerte. La sinfonía es una vitamina a estas horas en las que el reloj busca una almohada. Y cuidado, porque si pisas el suelo sonarán entre las hojas ráfagas de trompetas. Todo encaja perfectamente. Eres un director de orquesta magnífico. Hace un par de tardes tenías frío y ahora te sobra la camisa. Huele a madera. Es el viento el que te despeina con sus dedos suaves, largos, perfumados. Dicen los ignorantes que la perfección no existe. Los sabios callan.















El trombón es un búho en una rama de tus pensamientos. No dejes que te intimide. Su voz silencia el resto. Parece que te denuncia, te culpa de haber querido que hoy anocheciera tantas veces seguidas. No tengas miedo. No le escuches. Tú no te escondes, y él sí lo hace. Se oye pero no enseña el dedo acusador. Olvida los búhos. Si quieres lanza hilos de fuego a su guarida y volará a otro bosque más débil, porque tú ahora eres fuerte, eres tú. Si tú quieres, empezamos otra vez.
¿Lo ves? Llegaron las cuerdas tercera y quinta como un desfile inaugural de esta noche. Para decirte que esto es una celebración. Que no esperes a que mañana anochezca otra vez. Tómate ésta como la última. Es la única forma de vivirla como se merece. Ahora puedes seguir hablando entre los instrumentos, mirando los fuegos artificiales que imitan a las galaxias. Tú eres el único público que este espectáculo tiene hoy, y no necesitas entrada, porque ya no vendrá nadie más. Esto es sólo para ti. Descálzate.

No puedes dormirte. Ahora no. Mira esto: la caja golpea con más fuerza y se acompaña de algunas estrellas de viento. La melodía de ahora es un conjunto de cinco fuerzas. Es así. La música te pisa más fuerte, te despierta, y proyecta la película de tus sueños en el cristal del cielo. Es como poner iluminación musical a la noche. Es como si tu sombra se hubiera ido a dormir para dejarte acariciar por los aullidos de un perro pregonero de esos contornos. Tu sombra o tu conciencia, no sé. Tienes un nuevo sabor en la boca. Ahora sobran palabras y falta melodía.
















A las terceras y quintas de anoche se le suma una constelación de violines plateados que son gritos noctámbulos y susurros grises; es una mezcla que acelera las pulsaciones. Estás averiguando cómo anochece y sientes que se te desatan las manos y se relajan todos los músculos de tu cuerpo excepto los culpables de la alegría. Hacía mucho que no te sentías así. Parte de la naturaleza. Los pisotones de la percusión queman las civilizaciones, las economías y todo lo que conllevan. Ahora eso no te importa. Ya sabes anochecer.

Si se oyen pasos déjalos pasar. Son trompetas que abren las puertas del cielo antes de las galas nocturnas de ángeles y demonios. En tantas fiestas has estado con tanta gente que ahora no vas a dejar pasar a un grupo de invisibles ruidosos que levantan el polvo del suelo con el volumen de la música. Pasad. Bailad. Cantad. Desobedeced a vuestro padre. Haced algo ilegal. Hoy invito yo. Tengo el alma sudando y la garganta seca. Qué noche. Cualquiera lee ahora despacio.


















Una bailarina contratada por el diablo que llevas dentro se te acerca con la boca entreabierta y te susurra al odio palabras que no se oyen con la música tan alta, pero que suenan a deseo. Se aleja, se acerca. Juega contigo mientras baila este son de color árabe, andaluz, de mirada profunda al fin y al cabo. Te dejas llevar de nuevo y nada te molesta, ni el frío ni el calor. Te invade el ruido que viene de ese cráter misterioso que es anochecer. Dime algo más pero calla. Los ritornellos son ahora la obra musical, y la partitura completa una noche exagerada.

Esta es la última vez que verás la noche. Ya sabes cómo es. Eso pensabas. La constelación completa de instrumentos entra en acción desde el cielo hasta ti. Van dirigidos por tres trompetas y una cuerda de violines. Lo que te decía: música celestial. Tienes la sensación de haber muerto tantas veces que mereces una resurrección de vez en cuando. La luna se llena de música y cada cohete es como encender todas las estrellas a la vez. Esto no es poesía ni metáfora ni intimidad ni nada. Esto es una locura.

¡Ah! Faltaba una trompeta más. La que desata la impaciencia impaciente, la indecencia indecente. La que te hace sentir que tu piel de serpiente se cambia por una nueva. La que te rompe la boca como si fuera de hojaldre. La que por fin envía aire sin viciar para que construyas edificios de aliento ardiendo. La que te invita a caminar sobre un precipicio que tantas veces has visto y que ahora sabes cómo hacer florecer hasta en sus rocas.

Se acabó. La orquesta se modula. La luna se sube a la última octava del cielo. Y llega el acorde final. Un acorde donde la noche acaba. Te lo decía yo: para explicar cosas sencillas no hacen falta palabras complicadas. Has hecho que el anochecer sea tan bonito, que acaba de amanecer en ti. Derrumbe final del Bolero… La locura es algo que los cuerdos sólo podéis imaginar.

Viaje


Discover Miguel Bosé!



El otro día la suerte hizo cábalas conmigo, la familia hizo lo que tenía que hacer, mi jefe me dio el día libre, y me quedé sólo en casa. Me sorprendí arropado bajo una de mis canciones manta, mirando como la lluvia llenaba de lágrimas los cristales. No me apetecía salir a la calle a romper los zapatos en el frío prematuro del invierno que se cuela con prisas por las pequeñas grietas de la puerta de mis manos heladas. Así que me fui de viaje. Abrí aquellos años que guardo, a pesar de los nudos del tiempo, en puertas y cajones de madera joven, e iba pasando por encima sin tocar el suelo. Estuve leyendo las cartas que brotaron de mi juventud llena de inquietudes, amores, desengaños, sueños y pesadillas, y cosas importantes sin importancia. Me puse a recortar palabras antiguas para formar un corazón nuevo, pero no encajaba en el hueco del que tengo ahora. Será que ya no me sirven los golpes que me di en aquella época. Será que me resisto a que la sangre se enfríe.



De un álbum de fotos que llevaban mucho tiempo con los ojos cerrados, rescaté algún capítulo de esos tan lejanos, tan en el fondo del cajón, que para imaginar las escenas necesito inventar ciertos detalles que se cubrieron del polvo que los calendarios le echan encima. Alguna de las imágenes me miró con cara de niño sin que yo tuviera la intención de mirar la imagen con cara de hombre. Traté de construir un espejo con el marco descosido del papel amarillo, pero no había reflejo, ni mango para sostenerlo en frente de mí; se me caían al suelo. Y no había trozos de cristal que recoger. Será que volver tras tus propios pasos es dirección prohibida. Será que recordar es conveniente y añorar es un exceso sentimental, un truco de magia que ningún mago sabe hacer sin ponerse en evidencia.




Regué de nuevo el cristal de este inexperto invierno con mi aliento. Ahí de pie; disfrazado de mi propio personaje, interpretando mi papel en la escena de hoy. A veces no sé si son gigantes o molinos. A veces me sorprende la hoja roja en el librillo de papel de fumar. A veces no me queda bien el antifaz por no haber leído el guión. Pero hoy tengo una nueva ventana, aquí delante, que está poniendo pilas a mi reloj. Miro hacia delante y hay millones de posibilidades de equivocarse. Hoy elijo mi camino, que es mi acierto. A veces no sé si son gigantes o molinos; y qué más da.


Eres una mierda

El señor Xianmei tiene unos 50 años pero arrastra la apariencia de un anciano de 80. Su presencia es la hipérbole de la delgadez. No hay más de tres dientes acompañando sus palabras. Sus manos parecen esculpidas en cartón piedra de trabajar toda la vida recolectando maíz y arroz en la parcela que el gobierno chino le concedió en usufructo a su padre. Acaba de llegar a la ciudad; vino a regañadientes después de que su hijo le convenciera de que con la pequeña tienda que tiene pueden vivir los dos. En la tienda hay de todo. Abres una puerta metálica y mientras se queja en su apertura deja ver paredes, techo y estantes asomados directamente al color sucio y al olor mísero de una avenida de Wuhan. De todas formas el padre aceptó estar en la ciudad sólo un tiempo para probar. Le han dicho que el gobierno va a dejar la propiedad de la tierra en manos de sus labradores, y eso le permitirá vivir mejor, ampliar el terreno quizá, y legar a su hijo Wang una herencia que le deje respirar de vez en cuando fuera de la tienda. Un día entré allí. El señor Xianmei me sonrió con su boca despoblada desde la silla que ocupa un rincón de la tienda. Compré un mechero y un llavero. Pagué 4 Yuans (40 céntimos) por las dos cosas. Huele mal, pero ellos sonríen.

Steve cogió un día su todoterreno y su familia y cambió una pequeña granja en Texas por un talón con el que empezó el alquiler del bar de la planta de motores de una fábrica de coches en Detroit. Al cabo de unos años su hijo, Little Johnny, acabó los estudios de diseño industrial y empezó a trabajar en la fábrica. Steve compró una casa nueva completando así el sueño americano. Qué asco, pero qué cómodo. Cambiaron de coche, viajaban, y se permitían ciertos lujos a la semana en ropas y restaurantes. Little Johnny iba a ser uno de los diseñadores que trabajase con nosotros en un nuevo proyecto, pero su empresa a última hora os dijo que había un cambio de planes. Por el mismo precio – eso dijeron – nos llegaron dos diseñadores de la India igual de bien preparados que Little Johnny. La fábrica cerró la puerta por escasez de ventas y el bar de la planta de motores por escasez de clientes. Steve, su mujer y Little Johnny no pudieron hacer frente a sus pagos más de dos meses. Hoy viven en la calle 3 de un descampado lleno de tiendas de campaña. A lo lejos se adivina el perfil estático de la fábrica. Las chimeneas ya no echan humo.

El gobierno de Wang Xianmei es comunista, y no le quiere. El gobierno de Little Johnny es capitalista, y no le quiere. Seas quien seas, eres una mierda, excepto si eres un banco y dejas de ganar unos cuantos miles de millones. Qué hijos de puta.

Más difícil todavía


Discover Sabina y Cia.!



Mi caravana es mi casa, y el cielo es el hall del hotel donde me alojo. Al tocador le duelen las maderas y le faltan bombillas, y veo en las estrellas mi nombre escrito con luces de neón. La carpa es mi abrigo, mi éxito y mi fracaso. Soy una especie de dibujo animado para los niños, una especie de niño para los padres. Un hombre de mentira, de broma. Una exageración graciosa. Como decía Quevedo acerca de una nariz, un reloj de sol mal encarado. Un cuenta cuentos, un malabarista de sonrisas, un parche hilvanado en los pantalones y otro en el corazón, una melodía disfrazada de fanfarria, la parodia de mi boca sin pintura, el inquilino de ningún hogar, la burla de la elegancia, un chistoso de saldo, la risa de la verdad; por eso llamo feo a los feos y gordo a los gordos; sin insultarles.




La función ha terminado. Las gradas se quedan ateridas de frío, en los hierros, en las costillas. Las luces dejan paso al protagonismo de la luna, la única vecina cotilla que me queda. Nelly es mi compañera en la caravana. Actúa haciendo equilibrios sin red en la cuerda floja. Su cuerpo perfecto y su cara de ángel también levantan las miradas cuando camina. La función ha terminado.




El silencio invade el campamento como una riada después de la tormenta de aplausos. En la caravana Nelly sonríe mientras me desmaquilla suavemente el antifaz de payaso. A veces me excita su forma de tocarme; me acaricia con una toallita húmeda mientras me sujeta la cara con la otra mano. Su cuerpo me roza justo lo necesario para provocarme. Ella lo sabe, y se da la vuelta para que la ayude a bajarle la cremallera a la luz del tocador. Nelly gira el cuello y asoma la picardía entre sus dientes. El payaso deja de serlo durante un rato. Hacemos el amor sin decir una palabra. Yo creo que esa ausencia de ruido intensifica mi excitación. Es una forma de hacer el amor en la que el silencio da paso a otros sentidos; se refuerza el tacto, el olfato, la vista. Aun así se oye. Se oye el aliento, los gemidos, se oye como la ropa se despega de la piel. Nos entregamos a la dulzura y yo no me acuerdo de quien era antes de ser un payaso, y ella cicatriza las heridas que le provocó un salto mortal que dio hace tiempo sin levantar los pies del suelo. No sé si nos amamos, quizá por desarraigo, para ensanchar las puertas del olvido. Somos el único palo que queda ardiendo en la hoguera del otro, y sin embargo nunca hemos firmado un papel, ni un compromiso, ni escrito nuestros nombres en la misma tarjeta, ni ella me lava la ropa, ni yo le sintonizo los canales de la tele. No sé si nos amamos. Ella no me lo dice. Es sordomuda. Y yo, cuando estamos a solas, también. No siempre vale la máxima del más difícil todavía. A veces lo difícil, es sencillo. Incluso en el circo.

Y dijo la voz...

Y dijo la voz: “Señoras y señores lamentamos tener que informarles de que el avión tiene una avería y nuestro servicio de mantenimiento no la puede arreglar de inmediato. Por favor, abandonen el avión y en la terminal les darán más información.” La gente sale fuera del cacharro con la psicosis del accidente de Spanair de este verano como equipaje de mano, pero estos son otros “air”.


Y dijo la voz: “Señoras y señores, la nueva puerta asignada para su vuelo es la número 27. Más adelante recibirán más información.” Y cada uno de nosotros por separado consiguió que el rebaño entero se plantase en la puerta 27 con el carné de identidad en la mano. Desesperados por no saber cuándo abrirían la puerta de embarque hablábamos por teléfono, porque ya, pasara como pasara, para algunos esto era una aventura. A esperar.


Y dijo la voz: “Señoras y señores vamos a realizar el embarque, bla bla bla…” Y se nos puso la cara como si fuera la primera vez que subíamos a un avión. Algunos bromeaban sobre la escasa herencia que dejarían a sus familiares, otros con una traducción libre del inglés de la azafata. Pero siempre obedecimos a la voz.



Despegamos, y en seguida el mar se apagó en grises por culpa del día lluvioso que hacía en tierra firme; después dejamos abajo la alfombra de algodón de las nubes más altas que es donde yo guardo mis sueños; y mirando hacia arriba descubrí de nuevo el azul oxigenado de estas alturas de la tarde; y el sol pintando sobre la piel azul del cielo líneas naranjas cerca del horizonte, y por el otro lado el azul se oscurece lentamente y en absoluto silencio. Y atardeció dos veces: una sobre las nubes, y otra, con el descenso del avión hacia el destino, sobre la tierra firme. Y el juego de colores fue un regalo de la compañía de aviones por habernos hecho esperar. Hay voces que te llevan al cielo; y de qué manera.

Que mala suerte

Qué mala suerte que hasta en la puerta de la parroquia se nota la crisis; y hoy precisamente llueve, que acabo de tirar los cartones meados al contenedor.


Qué mala suerte que los rumanos estén por aquí otra vez; y que haga años que no me regalan flores, ni me visitan los de la ONG. También es mala suerte que la nueva del almacén estuviera tan buena, y me sonriera como si no se fuera a quitar las bragas hasta que no le escribiera dos poemas de amor. Que por pisar una baldosa suelta me pusieron una multa que todavía estoy pagando. Que por no explicar lo que me pasaba dejé una nota en la mesita diciendo que iba a comprar tabaco. Que se me apagara la caldera la última vez que me bañé en su boca. Que cambié al trueque mi estado civil de oro por un cartón de vino. Que ningún cartero me deja sobres del banco, ni invitaciones de boda, ni cartas de desamor. Que nadie compraba navajas ni lotería en el tren de Socuéllamos. Que las mujeres de la calle no me dejan hacerles el amor, y los rumanos no me dejan consolarme. Que después de tanto tiempo sin ir al hospital, aun me huele el aliento a medicina. Que el otro día una de mis “ex” me dio una limosna. No podía conocerme; la cara me ha cambiado mucho y tengo el antifaz sin afeitar.


Qué mala suerte que haya fiestas en el barrio y los limpiadores me van a tirar al contenedor de servicios sociales. Y allí no saben que no me gustan los garbanzos. Qué mala suerte que los niñatos del Rotwailler han roto la farola donde todas las noches tomaba el sol. Que cuando aprendí a quitarles los desperdicios a los perros la gente aprendió a separar la basura. Que ya voy notando mi piel de cartón, y cartón en el jersey, y el cartón me está pareciendo cada vez más suave.


Qué mala suerte que haya tanta mierda en la calle, no como cuando Sabina cantaba en estas escaleras donde ahora he puesto mi chalé ambulante y yo era el director de mi departamento. Qué mala suerte que mi lengua corriera más que mi cabeza cuando vino un tío el otro día con antifaz de periodista o algo así y se sentó a mi lado. Qué mala suerte, o es que yo soy así.



Te odio



No estoy preparado para odiar, pero a ti sí. Te odio más que a nada en el mundo, más que un jardín a la sequía, más que una estrella al sol que la apaga. Por vestirme con una armadura insensible, por producir ceguera colectiva. Por tirar al amor a la alcantarilla. Por ir por la vida con porte de dios y estampa de rey. Te odio por todo eso. Te uso con desprecio y no te cuido, no te guardo, no te quiero. Recuerdo que te acercaste a mí sensual y me llenaste el bolsillo de besos dorados; me hipnotizaste, me llevaste a tu casa y me abriste la puerta de la cueva de Alí Babá. Me hiciste pensar que eras fácil, y entonces vi como te ibas a atontar a otro.
Pero ya no te quiero; ahora te odio. No me fío de tus sonrisas impolutas de escaparate. No creo en tus promesas de interés. Te odio desde que me di cuenta que existía la palabra odiar, desde que algún rico te inventó y otros te fueron cambiando la cara y bautizándote de nuevo para desbancar a otros ricos de tu altar poderoso. Eres un virus mutante, una plaga que roe el corazón, una siembra desigual, injusta, y no imaginas la desolación que dejas donde no brotas. Nos metes miedo, nos condicionas cada día, eres la causa de todas las guerras que han disparado los hombres. Voy a inventar un país sin frontera y sin moneda, y nos vamos a reír de ti y de tu uniforme en Wall Street.



A ver si sabes decirme cuánto vale un paseo. Cuánto vale un beso. Cuánto vale un niño sonriendo. Cuánto vale un niño llorando. Cuánto vale una conversación. No tienes ni idea. Puedes poner precio a la comida, pero no a la compañía. Tú me dices lo que valen unas sábanas, pero no sabes lo que valen mis juegos debajo de ellas. La cerveza la pago yo, pero la borrachera es impagable.


Soy tu esclavo, y lo sabes, pero estoy en rebeldía. Eres el antifaz de la felicidad. Sabes el precio de mi vida, si me apuras, pero el odio que te entrego, no tiene precio. Tengo dos monedas en el bolsillo, una para un café y la otra la echaré en la fuente de los deseos, a ver si esta vez me hace caso.

Dame un beso

Quien me ha robado el mes de abril - Joaquín Sabina

Sí. Llamé a tu puerta veinticuatro docenas de lunas después. Ya no soy el mismo, pero soy yo. Tardas en abrir para que yo también me dé cuenta de que tú no eres tú. La reina que fuiste de la fragancia, te perfumas ahora con acidez de estómago y te vistes con el frío de la mañana; quizá por eso te encorvas, te metes en ti misma. Has echado el peso de tu soledad sobre tu espalda y ya no recuerdas de qué color es el cielo. Ya no marcas mi cara con carmín grasiento, pero sigues teniendo aquel adorno de escayola al que rompí la nariz. Tu vista se enreda en mis zapatos, como los cordones, y miras constantemente a ver si ha llovido en el salón. Tu cuerpo es un ancla vieja que no debería anclarse tan pronto. Tu pelo está igual, tintado, brillante y humilde. No hablas. Se te adivina algo en la boca, pero las palabras se dan la vuelta en la barandilla de tus labios resecos.



Aquel vientre donde me bebí el agua de tu embarazo único es ahora una puerta cóncava donde ya no podría entrar. Hemos disfrazado el ambiente para no tener que masticar la tristeza. La tristeza disfrazada de miradas cortas, las miradas disfrazadas de melancolía, la melancolía de anorexia en tu frigorífico, tu frigorífico desnudo con disfraz de amor; y el amor con antifaz de cita en neurología. Pero no hablas.



Me han dicho que deambulas por tu vida sin llegar a vivirla. Que anotas en mil papeles cosas que ni tú entiendes. Que mi hija pesa igual que pesa mi madre. Que no comes lo que compras y que no compras lo poco que te comes. Que ya no coses para las vecinas del barrio como antes cosías carcajadas de balde. Que ya no dices ni tonterías. Que ya no aprietas la mano. Que con los mismos ojos ya no miras igual. Que usas las gafas de cerca para asomarte al balcón. Que la bufanda te arrastra. Que crees que tu foto de novia es un espejo. Que no tienes lágrimas; por eso nunca te han visto llorar. Que los absueltos por cuerdos te han condenado a la locura.




“Dame un beso”. Tres palabras me lanzaste mientras soplaba en la puerta la despedida. Mis ojeras llegaron a tu frente, y vi como tu piel se abraza a tus huesos directamente. Te beso. Y en seguida te ausentas otra vez mientras me cierras la puerta. Tu ausencia delgada. Tu delgadez presente.

La posada



Llegamos tarde, con el cansancio subido ya en nuestras espaldas. La posada es una casa antigua del barrio antiguo de una antigua ciudad de pescadores. Las prisas por transportar el equipaje y coger la llave de la habitación nos hicieron pasar por alto los detalles orientales del recibidor. La cal del patio no estaba desconchada pero se adivinaban muchas capas pisándose unas a otras. La puerta de la habitación tenía proporciones de gigante; gente de mucha altura – quizá social – vivió aquí en otro tiempo. El techo, lejano, era un cielo de vigas de madera con una sola constelación como lámpara de cuatro estrellas. Al cerrar la puerta el silencio cubrió toda la estancia; aunque en seguida la posada empezó a suspirar. Las tuberías sonaban como las tripas de un espíritu instalado allí como huésped eterno. Las vigas crujían al paso de alguien en el piso de arriba; y te quedabas inmóvil escuchando aquel quejido y esperando que el dueño de esos pies cayese a la cama por un agujero como un paracaidista descontrolado. Había un espejo de cuerpo entero descansando sobre la pared sin ninguna sujeción; su leve inclinación hacia atrás regala una foto de rasgos altivos al más bajo de los mortales. En frente, otro espejo pequeño, esta vez colgado, reflejaba las manchas de años de uso y contribuía al aspecto dantesco, lujoso, antiguo y calidamente frío del pequeño hotel.

La televisión – plana como uno de los cuadros de fondo oscuro que había por todos lados – estaba perdida en la decoración como un político en unas jornadas de honradez; se encendió de repente gritando frases de una película histórica. Acudí a decir a los nenes que a esas horas íbamos a dormir. La sorpresa fue que nadie había tocado ningún botón para encenderla. Extraño. Me fui así, buscando lógica a lo ilógico, a afeitarme. Conecté la maquinilla eléctrica y aquello hacía un ruido anormal, como hambriento; las cuchillas redondas giraban más rápido que de costumbre, como tres dentaduras de piraña queriendo clavarme ese montón de colmillos rotando agresivamente. Me corté. Entre crujidos y otros movimientos que daban vida a aquellas cosas supuestamente inanimadas conseguimos que el sueño nos regara el cerebro; yo, sólo un rato.

A las tres de la madrugada la lamparita de pie de bronce que había en el escritorio empezó a hacer destellos. De nuevo el miedo me pilló desprevenido; en realidad nunca lo esperas. Pensé que quizá era un mensaje de alguien del más allá. Si supiera leer Morse podría interpretar aquellos… me alegro de no saber Morse, la verdad. Hacía ya varios meses que no me mordía las uñas, y me sorprendí haciéndolo. Crucé la habitación deslizando mis pies temblorosos de algo más que frío por aquellas baldosas faltas de brillo y me senté en la silla del escritorio. En ese momento, la luz quedó fija, sin intermitencias. Saqué papel y lápiz y empecé a escribir esto. Descargué en las letras la densidad del ambiente que se respiraba en aquel sitio. No recuerdo cómo, pero me dormí.


A la mañana siguiente salimos a recepción a dejar la llave. El recepcionista, un hombre de incalculable edad – como el mueble de la entrada – me miró y me dijo: “¿No ha dormido usted bien señor?” Le respondí que no; que habían pasado cosas inexplicables en la chambre. El viejo contestó: “Sí, bueno. Ayer mismo instalamos un router inalámbrico y la tarjeta moduladora de frecuencias venía estropeada; así que ha habido alguna interferencia con los aparatos eléctricos. A las tres de la mañana lo apagué.” Sin decir una palabra dejé un pensamiento pasear por delante de mí; algo así como “… y yo pensando en fantasmas”. El señor me sonrió con cara de saber más que yo. Entregamos la llave y me di la vuelta para coger la maleta y enfilar los niños hacia el coche. Al llegar a la puerta miré al mostrador de recepción para despedirme, pero allí ya no había nadie. No sé por dónde salió aquel hombre; no había puertas ni pasillos ni escaleras para que un cuerpo pudiera quitarse de allí. Pero no estaba.

Mis armas

jack sparrow -

Hola, estoy aquí. Otro año más. Otra temporada más. Otras intenciones que luego cambian mi rumbo. Y el mismo antifaz. Os voy a presentar mis armas; las compré este verano y las he afilado hasta que el brillo de sus hojas cegaba como un amor de instituto. Y aunque las voy a usar sin manual de instrucciones y sin haber recibido clases de un experto, no os pongáis delante por si acaso.

He traído un volcán que escupe fuego a los que me hagan quemaduras por dentro de la piel, que arrasa las malas hierbas y las malas lenguas. Instrumentos musicales que os romperán los tímpanos si alguna vez escucháis lo que no he dicho. Una nube de tormenta con la que escribiré en letras moradas esas palabras oscuras que esperan impacientes a que el cielo de la vuelta a su paleta de colores. Un billete de lotería que nunca toca, para que nunca me encierren en la cárcel del dinero; que mi fortuna la cuento por paisajes, por abrazos y por litros de cerveza. Una escopeta que sólo dispara verdades, sus balas son protestas, gargantas de oprimidos, esas fotos que todos ven y que pocos publican; y se atasca cuando apuntan el cura o el banquero. Un par de olas del mar con el coraje suficiente para borrar las huellas que voy dejando. Siempre se borran; además, yo trato de no clavar los pies demasiado. Un cementerio para inmortales; tengo que asegurarme la jubilación. Yo siempre corrí más que uno de esos tipos que venden seguros de vida. Un bote de cicatrizante que se llama “no pasa nada”; aunque no soy capaz de leer las contraindicaciones. Un manual de circulación que he escrito yo donde no hay señales, ni prohibiciones ni límites de velocidad. Una maleta que está siempre abierta y siempre invitándome a un nuevo viaje, donde cabe todo lo que necesito porque no necesito nada. Un peine sin púas que despeina más que el viento. Una balanza que si pones el mismo peso en cada platillo se desequilibra sola; como en el amor y en la guerra, la justicia no levanta columnas aquí; alguien gana, alguien pierde. Un caballo que sólo galopa. Una espada que no hace sangre. Una caja interminable de juegos de niños… un abrazo de mi abuela; eso sí que es un arma.




Y todo metido en un barco recién pintado, con matrícula falsificada, y una bandera con dos tibias cruzadas bajo un antifaz. Una sirena en la proa sostiene un cartel que no está escrito en ningún idioma para que todo el mundo lo entienda. Quizá por eso tú pasas por aquí. Quizá por eso creo cortar el viento y abrir las aguas. Aunque no sea verdad, aunque escriba con un garfio.

Luz del faro


Discover Revólver!



En noches de luna oscura los reflejos del mar también se ausentan. Este mar es la negrura de un bosque bajo sus árboles, la negrura de una mente asesina, la negrura del negro ennegrecido, aunque en verdad asoma sus dientes de espuma. Refleja el faro en el agua, cuando no te mira, una gota de luz que es una estrella bajada de su estantería celeste; y cuando quiere envía para ti un cono luminoso y metálico para decirte que navegues, que no hay obstáculos.



El único reflejo del mar es el cielo. Negro, de esos negros que no se ven. Pero se oye. Sigue rumiando esa cadencia irregular que hace del tiempo algo eterno. Me preguntaba quién puso en marcha la eternidad en relojes de arena, y ya lo sé. Fue aquí en estos rugidos a bocanadas de agua oscura. Las luces del paseo también se miran en el mar, pero serpentean en cada reflejo, como quien baila sin saber hacerlo. Y ya no se ve nada más. Pero se toca. La esencia del mar se pega en tu piel como un parásito y por eso no resbala, porque no es tu piel; es una camiseta de sal húmeda. Y se huele. El olor del mar es una de sus fortalezas, pero siempre que actúan sus estampas, se queda entre bambalinas. La noche negra es una selva olorosa; el olor marino es algo que no se puede imitar en los ambientadores como si fueran flores. Además, yo siempre huelo a tabaco. El olor marino es más intenso en el recuerdo que en cualquiera de sus visitas.





Navegar sin luna es un riesgo que no todo el mundo experimenta. Y yo, que soy mal marinero, porque me gusta tener los zapatos quietos, quemé las cartas de navegación y rompí el timón antes de levar el ancla. Navegar sin luna es navegar sin navegar; es dejar que te naveguen. Sólo ilumina el faro, que es un instinto, un pensamiento, un deseo. Navegar sin luna es como tirar la brújula al agua y navegar. Es leer las estrellas y ponerlas en orden. Y así se navega también; a veces tan acostumbrado a la oscuridad que no se ve el amanecer hasta que no se apaga el faro.

Neuschwanstein

Había una vez un príncipe que se volvió loco de no leer, de no escribir, de no hablar. Observaba sus tierras siempre desde la privilegiada posición de un mirador que había en la parte más alta del reino, notando los cambios de color que, en general, experimentaba el campo en verano, como triunfos amarillos y verdes luchadores. Nunca bajaba de allí porque no quería llenarse los pies de tierra; hasta que una tarde de brillos potentes en la que el peso del sol se rompía en mil colores alguien le insistió asomando una sonrisa clara como una luna y bajó.





El príncipe loco estaba sumido en sus pensamientos y no prestaba atención a lo que iba viendo, hasta que se dio cuenta de que en sus tierras siempre había un sol que lucía enorme y poderoso incluso en las noches más secretas. No sólo eso, sino que vio que por allí había pasado Van Gogh y había dejado uno de sus cuadros, en los que los girasoles se inclinaban a su paso. Vio un árbol que tenía una fruta coronada y le pareció un insulto, puesto que sólo él en ausencia de su padre podía llevar corona en aquel lugar. Cogió uno de esos frutos y le rompió su corona muy enfadado, entonces vio que la sangre iba brotando en pepitas plebeyas. Se quedó mucho más tranquilo al ver que un corazón tan fácilmente accesible se le podía castigar, en caso necesario.

Mirando un peral pensó que era un árbol de navidad prematuro, y al ver los manzanos de diferentes tipos pensó que estarían poniendo guirnaldas para la fiesta del final del verano. Las naranjas y los limones llamaron la atención de su nariz y se sintió orgulloso de que alguien tuviera la delicadeza de perfumar sus campos con ese ácido tan dulce. Tropezó con una planta de berenjenas y comentó sorprendido a uno de los que le acompañaban: “Yo no sabía que era en mi reino donde se fabricaban estos instrumentos musicales. Los vi una vez tocar en el mar Caribe y hacen una música imposible de aprender para mí”. Un olivo le mostró una rama repleta de frutas y supuso que de este árbol sacaban en su reino la plata para adornar el castillo, pero que lo hacían según su borroso entendimiento, aprovechando que en la noche la luna bañaba a las aceitunas con su luz. Las plantas de tomates enanos eran para él aquellas lucecitas que te marcan los márgenes del camino cuando la luz se va, con lo cual se sintió bastante seguro. Las ciruelas eran, según aquella mente ida, la entrada a una discoteca moderna en la que él estuvo una vez.

De vuelta al castillo, vio que las almendras respiraban el atardecer madurando poco a poco como si de unos pulmones diminutos se tratase, y se quedó mirando a la parra: “ese reptil vegetal que si lo elevas ofrece una sombra espesa casi como la de la higuera”. La higuera, celosa de la parra, regala unos frutos más dulces que las uvas, sólo para fastidiar.

Y así el príncipe volvió a su mirador muy satisfecho de lo bonito que era su reino, y de que estuvieran preparando una fiesta para celebrar que el verano termina como terminaba este día en aquel reino tan lejano a la cordura. Además, la tierra, le hacía cosquillas en los pies.

Bossanova desafinada

la chica de ipanema -


Las cadenas de palabras que brotan de aquí están desafinadas como aquella bossanova. En esto llevo trabajando un tiempo y quizá suspendí la asignatura optativa de la afinación, o he olvidado la ruta que convertía uno de mis combinados en un espejo. Sí. Me veía en las letras. O el espejo existe pero no me gusta la imagen que distorsiona la cadencia en la que antes iba sembrando corcheas sin rima, y pensamientos asonantes.

Si yo no fuera el camarero y tú no fueras la chica de la orquesta me iba a quedar mirando cómo te vas mientras recojo de las mesas los problemas que la gente olvida al emborracharse. Llevo el compás de tu afinación en la bayeta; yo desafino, ya ves; pero lo paso bien. Además, no canto muy alto.

Si al menos fuera yo el cantante de la orquesta y tú la camarera te dedicaría la mitad de las canciones y la otra mitad a las noches de verano sin dormir.
Tal vez la desgana que se extiende como las manchas e inunda como el agua me tiró una manta encima de la cabeza y me dejo ciego de voluntad. Las líneas del pentagrama me encerraron en una canción.



El corazón afinado en latidos se va. El camarero desafinado servirá en la bandeja otras bromas – o quizá las mismas – a otros desconocidos con ganas de bossanova y guiñará el ojo que no lleva antifaz a otra cantante de otra orquesta que afinará una sonrisa sin precio, con traje de fiesta y tacones imposibles. Y respirando el eco de aquella canción se queda y se va, pues toda su música cabe en una maleta. Y ella se beberá una de sus copas con cubitos de hielo que calientan la boca antes de salir de nuevo al escenario de los nómadas sonrientes.

Paseo

el ultimo de la fila - pajaros de barro.mp3 -

Estaba el otro día aburrido de ver eclipses de luna y fumarme el sol inagotable, así que fui a dar un paseo por la calle de la alegría

y me sorprendió que sólo hubiera niños rubios y guapos. La calle desemboca directamente al mar de mis palabras, donde cada ola es un grito, donde no suena el teléfono de las vacaciones pagadas. Joder, cuánto tiempo sin verlas.

Siguen siendo azules, claras e infinitas, y están ahí como la caja de fruta del tendero, que siempre me deja elegir las mejores.

Dejé el antifaz junto a los zapatos que me trajeron hasta aquí y caminé por el agua – sin milagros, santerías, supersticiones ni otras polladas, pura metáfora – hasta que se deja de ver la tierra estable y las casas de humo de los turistas de mi vida. Las huellas salían volando de la arena como pájaros que picaban mis talones. A falta de peine, dejé enredar el pelo en la marea alta.

Las nubes ausentes y el agua eructando olas confundían el horizonte al que habían cortado la hierba – quizá fui yo la última vez que vine – que a veces lo enmaraña y difumina haciéndolo incompresible

y que otras veces es una borrachera que disfrutas mientras tienes la vista nublada. Con la de cosas que he leído yo en el horizonte y ahora no lo entiendo. No se puede buscar un escondite en el mar; dejé el antifaz en la orilla y no sé si estará allí cuando vuelva.

Me encontré con las cosas que nunca he escrito con una de las plumas de un ángel negro que escribe letras blancas con la espuma del mar. Ya no sé si este rojo que da algún color a la sal es de vino o de sangre, a estas alturas será vinagre o pus.

Me encontré con otros barcos que fueron a pique. Cada uno me contaba una historia diferente pero a todos les veía la misma cara. No hay lugar para el teatro aquí en este mar de fantasía. En este mar caben todos los libros que no he leído y que no voy a leer porque les veo el antifaz en la portada. En este campo acuático había puesto yo una cafetería que ahora no encuentro. La habrán cerrado; como yo era el único cliente y hace tiempo que no vengo… Las zarzas marinas se estaban comiendo alguno de los caminos que estuve haciendo cuando no distinguía las tripas del corazón,

cuando usaba la maquinilla de afeitar para dejarme barba a modo de antifaz, cuando era el único náufrago que pisaba esta arena caliente para clavar una bandera sin escudo que al viento esparcía músicas que todavía oigo.

Salí del mar hacia la calle blanca y se escuchaban las carcajadas a lo lejos. Vinieron corriendo hacia mí los niños rubios y guapos: “¿dónde has estado papá?”. “Estuve dando un paseo.”




En el suelo

Ahora - Joaquin Sabina



En el suelo empiezan los vuelos más altos, en el suelo acaban. En el suelo se marcan los caminos del caminante. En el suelo se clavan los tacones de las mujeres que bailan, que andan, que aman, que sufren. En el suelo acaba la gravedad – que diría un científico – o la atracción – que diría un poeta – que la tierra impone a las cosas que no se resisten. El suelo para las caídas. El suelo asoma raíces y frutos. Entre el suelo y el cielo ocurre todo; ¿dónde pensabas ir a que te pasen cosas? El suelo me inspira pensamientos como: “nunca hice una cosa mejor que abrir un blog.” Y otros como: “estoy harto del blog este que me está llevando por caminos que no me gustan.” El suelo es así, como yo, contradictorio; claro y oscuro; dulce y salado; frío y caliente; inerte y vivo. Hasta la luna se esconde en el suelo cuando la inminencia del sol clarea el alba. Hasta el sol corre detrás de ella y nos deja pensando qué hará bajo el suelo después del arco iris horizontal con el que pinta las tardes preciosas de verano.

Aburre como yo últimamente, aunque distrae las miradas al paisaje. Quizá me apetece tirarme al suelo y que pase lo que tenga que pasar. Quizá mis manos ya no son pájaros. Las miro y reconozco mis manos de nuevo después de tanto tiempo. Quizá me inspire más cuanto menos vuele. Quizá llevaba mucho tiempo sin disfrutar de las cosas que se hacen en el suelo y lo descubrí ayer mismo. Quizá me guste más recoger los cacharros del desayuno y hacer las camas de los niños que despegarme del suelo. Quizá estoy cansado de luchar en contra de la fuerza de atracción que me pega al suelo, y necesito dejarme llevar sin pensar en nada. El descanso es el antifaz del cansado, no el deseo. Por eso me tiro al suelo como si me atracaran las palabras. Vale, vale. Vosotras ganáis. No pienso dejarme condenar por un delito de elevación del ego. Tengo los pies en el suelo. Me alimento de lo que el suelo ofrece, pero yo elijo. Me renovaré con el cauce de los ríos que hace tiempo que niego haber visto, y volveré algún día, cuando el suelo se enfríe; pero yo elijo. Que digan, que hablen, que callen; pero yo elijo. Ahora me voy a hacer el amor en el suelo. Y después, un cigarro, que es lo que más apetece después de hacer el amor. Con un cigarro me fumo el suelo, el verano, y mis tonterías. Cuando pueda vuelvo, de verdad. Pero yo elijo. Quizá en otoño, cuando las hojas crujientes no me dejen ver el suelo. Pero yo elijo. Elige tú.

Abre cortinas


Ahora ábrelas. Levántate antes que el sol y sal a la calle a esperarlo. Que sepa quién manda en tu verano. Píllalo desprevenido a esas horas en las que todavía está en pijama. Abre las cortinas y dile al viento que pase con sus zapatil
las mañaneras; lávate la cara con él mientras se hace el café. Cuando riegues el paladar de sabor piensa en tu día que ahora empieza. Plántalo ahí al principio de tus ideas conscientes como si tuvieras hambre de vivir.


Hoy formas parte del curso de un río, vuelas con el viento, eres uno de los árboles del bosque que refresca este calor. Abre las cortinas y entra dentro de la foto del paisaje que te brinda tu ventana. Mírate al espejo, sonríete; di algo que te guste; nadie más sabrá que le hablas al espejo ni que sonríes así cuando no llevas antifaz. Ahora sal a la calle a beberte el verano con cubitos de ganas de vivir. Toma la rutina con alegría y las novedades con sed de aprender. Emociónate con cualquier gilipollez. Guiña un ojo a un niño que pase por la calle y sonríele sin que te vea su padre como si fueras uno de los personajes de sus cuentos. Entra en una tienda de artículos baratos y roba algo que no tenga código de barras. Llega tarde al trabajo y di que te paró la Guardia Civil. Piérdete con el coche por una carretera de montaña. Apaga el móvil un rato. Suda como si fuera la primera vez que sudas. Respira como si fuera la última vez que respiras. Gástate lo que llevas en la cartera. Bájate al mar y baila como si fueras una de sus olas. Hoy es tu día. Un nuevo día. El primer día de tu nueva vida. Haz sólo lo que salga natural, lo que fluya, lo que te provoque risa o deseo, lo que te pida el cuerpo. No te hagas preguntas que no sabes contestar; el tiempo trabaja a tu favor. Hoy no. Hoy no. Hoy es un día distinto.


Abre las cortinas y mira lo que te estabas perdiendo. Cómete la luna y bébete la marea cuando suba. Disfruta de una sombra como si fuera un oasis. Disfruta de la música como si fueras compositor. Disfruta del atardecer como si fueras pintor. Disfruta. Escribe un poema que parezca una copla. Disfruta. Y si no te gusta nada de lo que te gusta hacer en verano, no lo hagas. Haz otra cosa. Hoy no. Hoy no. Hoy no se fuerza la fuerza. Hoy no tienes fuerzas para nadie. Sólo para ti. Abre las cortinas y hazte una pregunta: ¿para qué has venido aquí? Abre las cortinas y mira la respuesta.

Cierra cortinas

Cierra las cortinas que el calor asfixia, el blog está que arde de ausencias y presencias descalzas, y hasta la luna está sudando estrellas. Cortina espesa como la de mi abuela, con aquellas rayas bandoleras. Cortina fina con sentimientos bordados. Cortina que encierras soledades y compañías, que ocultas paisajes y borrascas. Cortina larga que hace con sus bajos el oleaje de los pasos que no doy. Cortina corta, corto antifaz.

Echa la cortina aunque traspase hasta el tímpano la carraca aguda de los grillos de esta tarde, aunque rompas el instante silencioso de la noche estrenada, apenas oscura, apenas respirable, apenas noche. Cortina, la primera bailarina loca del verano, novia sonriente de los cuatro vientos, que a los cuatro acaricias. Cortinas viejas, tejidas de secretos, de recuerdos colgados en las cortinas de otro verano, que ni al lavarlas se limpian de lo que oyen. Cortinas nuevas, que no saben lo que el sol traiciona y acalora. Si peleas con él perderás como lo hice yo, novata luchadora, pero alegre inconsciente, cortina adolescente. Cortina que deja pasar la música y la siesta, las voces y hasta los susurros, la mitad de los olores, el doble de los versos de un poema.



Echa la cortina, pájaro sin alas con ganas de volar, bridas en la cabeza, estampas en el pecho, pies de plumas, mirilla sin ojos, reloj parado. Nunca se sabe lo que pasa detrás de una cortina, y siempre lo que pasa delante de ella, por eso ponen flores a la entrada de la cortina, para avisar que alguien las cuida antes de cerrarlas. No hay más libertad que encerrarse detrás de una cortina. No hay aire más ligero que el que dejan respirar las cortinas. La diferencia entre una celda y una alcoba es la danza de una cortina. La boca se calla, el oído se cierra, los ojos se ciegan; a qué sentidos llaman las cortinas. Abona la penumbra, dicta sentencia sobre la respiración, cambia el ritmo de los latidos. Tatuaje en la cara, escudo para los cobardes, paraíso para el solitario, alegría para el triste, cueva de promesas, océano de palabras sin sentido, aunque con dirección. Capricho de mujer, atrevimiento para la vergüenza y el fracaso.

Si te vas, aprovecho para escribir un rato. Echa la cortina.