Coupage


         Si mezclas dos sabores crearás uno nuevo. O al menos te desmarcarás del habitual, ese familiar cercano del paladar que te reconoce a ti antes que tú a él. Casi siempre, para crear algo nuevo, tienes que coger de lo que ya existe, y mezclar, y rectificar hasta que nace. Tantas veces he descartado una foto que después quise recuperar de lo imposible, que estoy acostumbrado a rectificar, y también, a mezclar, que es una manera de dudar y de no buscar respuesta.


         Allí estaba yo sin mi cámara de fotos. En la oficina donde me contrataron me dijeron que la bodega organizaba visitas abiertas y que podría aprovechar una de ellas para familiarizarme con el sitio, pero me advirtieron de que delante de los turistas no hiciera fotos porque, como en algunas iglesias, estaban prohibidas al público en general. Pensé en usar el recorrido para localizar encuadres y sitios clave donde ocurren los acontecimientos importantes desde que se coge un racimo de uvas hasta que te bebes el vino, y así ir preparando mi encargo para la campaña publicitaria que las bodegas acababan de dejar sobre los ojos de un fotógrafo novato, muy bien preparado técnicamente, pero con ninguna experiencia. Sobre mis ojos se vino el brillo de vidrio oscuro de su pelo, y su mirada se me hizo corta, suspirada. Ella se escondió entre las visitas, y yo, con disimulado interés la seguí sin prestar atención a las explicaciones de Lola, la guía de la bodega. Así fuimos, camuflados en el racimo de gente, ella haciéndose de vez en cuando la encontradiza con mis ojos y yo con su trasero, aunque sin mantener la mirada. Después de una calle de barricas apareció en una esquina una puerta de madera clara con clavos negros como lunares y un cartel que prohibía la entrada a toda persona ajena a la empresa, aunque la puerta me guiño un ojo por el que vi una luz tenue y amarilla como la del sol después de morir. Yo iba el último del grupo, Lola ya no podía verme. La chica de los ojos vivos se hizo la remolona tocando lentamente la madera de las botas e intentando descifrar la dedicatoria que habría dejado algún personaje ilustre. Le señalé la puerta con los ojos y entramos con naturalidad; nadie sospecho de nuestra ausencia. Dentro había una cueva de vinos, lo que otros llaman cava. Rodeaba la habitación entera, vistiendo los ladrillos, una fila de estantes de botellas, una colección enorme de vinos de guarda, lo que otros llaman reserva. Me acerqué a su cara después de cerrar la puerta y le ahogué un monosílabo con el dedo en vertical sobre sus labios. Y no hubo palabras, solo gestos, miradas, caricias, sexo sin cortejo, sin prolegómenos, lo que otros llaman preliminares.

         La habitación estaba preparada para reuniones y catas que, por su tamaño, pocos podían disfrutar. No había más que una silla, quizá para tomar notas. Encerrados en cristales dormían decantadores, abrebotellas de distintas formas y una fila interminable de copas de diferentes tipos y tamaños. Entre el sueño embotellado de los muebles unas fotos recordaban momentos de gloria para las bodegas. A nosotros nos vino de perlas el escondite. Una cueva es como una isla desierta con poca luz.
        
         Empezamos a besarnos y a buscar trozos de piel bajo la ropa. En seguida nos emborrachamos y aun así abrí una botella del primer vino que se acercó a mi mano y lo serví en una copa Borgoña. Era un vino viejo y pálido, al contrario que ella que azuleaba su juvenil sonrisa. Lo probé y después de analizarlo como si en otra vida hubiera sido somelier se lo di a ella, que bebió y me devolvió parte con un beso. El buqué del primer sorbo cambió por completo; ahora estaba caliente y entre sus frutas estaba la del deseo. Se sentó en la silla quedándose a contraluz, insinuando los contornos de su piel debajo de una camisa blanca que dejó en seguida de servirle de envoltorio de sus senos. Puse la copa cerca y mojando dos dedos fui describiendo en su pecho un camino con mis huellas que se cruzó con otro y que a su vez fue borrado por otro. Cada vez sacaba mas vino de la copa hacia sus contornos cálidos, con más rapidez, y con menos precisión. Ella se sentó en la parte delantera de la silla, se subió la falda a la cintura y se inclinó hacia atrás con la boca y las piernas abiertas. Yo hice lo que pude para quitarme la ropa sin robar protagonismo al vino, que seguía su camino piel abajo; intentaba bebérmelo pero me era imposible parar la riada. Estaba de rodillas delante de ella; mire hacia arriba y descubrí que se estaba derramando el vino directamente de la botella sin ninguna educación enológica. Cuando me vio dio un trago a la botella rodeando su entrada con el tacto suave de sus labios, y yo baje hasta el triangulo de su racimo que me esperaba húmedo, jugoso desde hacia un rato. Con el suelo ensangrentado dejamos a un lado la silla y nos tumbamos sobre el vapor de alcohol y madera que cubría las baldosas. Hicimos el amor con la poca respiración que nos quedaba y toda la embriaguez que el ambiente nos había provocado. Conseguimos un aroma de fruta sudorosa, un sabor a dureza, un tacto de piel liquida, una imagen traída de las entrañas de la tierra hasta nuestros ojos nublados, hasta nuestra lengua suelta, y sin embargo muda. Un coupage redondo, más bien duro al ataque, por las prisas, pero bien abocado y nada agresivo.

         Lo que tocaba ahora era reposar, como un caldo en su cuna de madera, descansar, abrazarse, decantar en silencio el final de aquella fermentación; pero no pudimos. Tuvimos que irnos con el pelo mal puesto y los aromas del vino bailando en la carne. El charco de vino quedó allí aunque nos prometió que no diría nada a nadie a pesar de que levantaría sospechas. La copa escurría el cuerpo del vino como si fuera lluvia. La botella rodó manchando la etiqueta de rojo apasionado y se paró debajo de la triste luz de la cristalera como el bohemio se para a pensar bajo las farolas de París. El abrebotellas permaneció enroscado en la carne del corcho que sangraba su más preciado secreto. Miramos la escena, el quieto paisaje provocado, como el de un crimen sin víctima. Nos besamos de nuevo y sin desearlo salimos de allí al encuentro del grupo de turistas tomando dos calles diferentes. Entre las barricas veía pasar su pelo, ahora sin brillo, aunque con otro encanto.


         El resto de mi estancia en las bodegas ocurrió más lentamente, aunque con menos intensidad. Realicé mi trabajo buscando lugares con poca luz, hice varias fotografías con la base de un charco de vino derramado en el suelo, y completé el trabajo con unas fotos de estudio que protagonizó una modelo conocida sólo en mi íntimo círculo de amistades: mi hermana. Entregué el trabajo y la sensación fue muy positiva por parte de los dueños; tenía algo de miedo ya que los pocos que lo habían visto lo juzgaron como atrevido, pero resultó aprobado por unanimidad en el consejo de las bodegas que se celebró en una sala con la puerta de madera clara y unos clavos negros como lunares. Quedamos en que en el plazo de un mes la campaña publicitaria saldría a la luz, y yo cobraría el precio pactado. Y así ocurrió, tan suave, sin rectificar, sólo mezclando, tan limpio de problemas que no parecía ser obra mía, teniendo en cuenta mis antecedentes. Cogí mi cheque, lo guardé en el bolsillo trasero del pantalón y me subí en el coche para hacer el viaje de regreso a casa. A la salida de las bodegas, en el cruce de acceso a la carretera nacional, había un cartel nuevo que decía: “Llámalo recuerdo” sobre una foto de un ombligo femenino por el que caía dejando su rastro una gota brillante y casi morada de vino; abajo en una esquina el nuevo logotipo de las bodegas y en letras mucho más pequeñas el nombre de un fotógrafo que nadie conocía. 


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