Dame un beso

Quien me ha robado el mes de abril - Joaquín Sabina

Sí. Llamé a tu puerta veinticuatro docenas de lunas después. Ya no soy el mismo, pero soy yo. Tardas en abrir para que yo también me dé cuenta de que tú no eres tú. La reina que fuiste de la fragancia, te perfumas ahora con acidez de estómago y te vistes con el frío de la mañana; quizá por eso te encorvas, te metes en ti misma. Has echado el peso de tu soledad sobre tu espalda y ya no recuerdas de qué color es el cielo. Ya no marcas mi cara con carmín grasiento, pero sigues teniendo aquel adorno de escayola al que rompí la nariz. Tu vista se enreda en mis zapatos, como los cordones, y miras constantemente a ver si ha llovido en el salón. Tu cuerpo es un ancla vieja que no debería anclarse tan pronto. Tu pelo está igual, tintado, brillante y humilde. No hablas. Se te adivina algo en la boca, pero las palabras se dan la vuelta en la barandilla de tus labios resecos.



Aquel vientre donde me bebí el agua de tu embarazo único es ahora una puerta cóncava donde ya no podría entrar. Hemos disfrazado el ambiente para no tener que masticar la tristeza. La tristeza disfrazada de miradas cortas, las miradas disfrazadas de melancolía, la melancolía de anorexia en tu frigorífico, tu frigorífico desnudo con disfraz de amor; y el amor con antifaz de cita en neurología. Pero no hablas.



Me han dicho que deambulas por tu vida sin llegar a vivirla. Que anotas en mil papeles cosas que ni tú entiendes. Que mi hija pesa igual que pesa mi madre. Que no comes lo que compras y que no compras lo poco que te comes. Que ya no coses para las vecinas del barrio como antes cosías carcajadas de balde. Que ya no dices ni tonterías. Que ya no aprietas la mano. Que con los mismos ojos ya no miras igual. Que usas las gafas de cerca para asomarte al balcón. Que la bufanda te arrastra. Que crees que tu foto de novia es un espejo. Que no tienes lágrimas; por eso nunca te han visto llorar. Que los absueltos por cuerdos te han condenado a la locura.




“Dame un beso”. Tres palabras me lanzaste mientras soplaba en la puerta la despedida. Mis ojeras llegaron a tu frente, y vi como tu piel se abraza a tus huesos directamente. Te beso. Y en seguida te ausentas otra vez mientras me cierras la puerta. Tu ausencia delgada. Tu delgadez presente.

La posada



Llegamos tarde, con el cansancio subido ya en nuestras espaldas. La posada es una casa antigua del barrio antiguo de una antigua ciudad de pescadores. Las prisas por transportar el equipaje y coger la llave de la habitación nos hicieron pasar por alto los detalles orientales del recibidor. La cal del patio no estaba desconchada pero se adivinaban muchas capas pisándose unas a otras. La puerta de la habitación tenía proporciones de gigante; gente de mucha altura – quizá social – vivió aquí en otro tiempo. El techo, lejano, era un cielo de vigas de madera con una sola constelación como lámpara de cuatro estrellas. Al cerrar la puerta el silencio cubrió toda la estancia; aunque en seguida la posada empezó a suspirar. Las tuberías sonaban como las tripas de un espíritu instalado allí como huésped eterno. Las vigas crujían al paso de alguien en el piso de arriba; y te quedabas inmóvil escuchando aquel quejido y esperando que el dueño de esos pies cayese a la cama por un agujero como un paracaidista descontrolado. Había un espejo de cuerpo entero descansando sobre la pared sin ninguna sujeción; su leve inclinación hacia atrás regala una foto de rasgos altivos al más bajo de los mortales. En frente, otro espejo pequeño, esta vez colgado, reflejaba las manchas de años de uso y contribuía al aspecto dantesco, lujoso, antiguo y calidamente frío del pequeño hotel.

La televisión – plana como uno de los cuadros de fondo oscuro que había por todos lados – estaba perdida en la decoración como un político en unas jornadas de honradez; se encendió de repente gritando frases de una película histórica. Acudí a decir a los nenes que a esas horas íbamos a dormir. La sorpresa fue que nadie había tocado ningún botón para encenderla. Extraño. Me fui así, buscando lógica a lo ilógico, a afeitarme. Conecté la maquinilla eléctrica y aquello hacía un ruido anormal, como hambriento; las cuchillas redondas giraban más rápido que de costumbre, como tres dentaduras de piraña queriendo clavarme ese montón de colmillos rotando agresivamente. Me corté. Entre crujidos y otros movimientos que daban vida a aquellas cosas supuestamente inanimadas conseguimos que el sueño nos regara el cerebro; yo, sólo un rato.

A las tres de la madrugada la lamparita de pie de bronce que había en el escritorio empezó a hacer destellos. De nuevo el miedo me pilló desprevenido; en realidad nunca lo esperas. Pensé que quizá era un mensaje de alguien del más allá. Si supiera leer Morse podría interpretar aquellos… me alegro de no saber Morse, la verdad. Hacía ya varios meses que no me mordía las uñas, y me sorprendí haciéndolo. Crucé la habitación deslizando mis pies temblorosos de algo más que frío por aquellas baldosas faltas de brillo y me senté en la silla del escritorio. En ese momento, la luz quedó fija, sin intermitencias. Saqué papel y lápiz y empecé a escribir esto. Descargué en las letras la densidad del ambiente que se respiraba en aquel sitio. No recuerdo cómo, pero me dormí.


A la mañana siguiente salimos a recepción a dejar la llave. El recepcionista, un hombre de incalculable edad – como el mueble de la entrada – me miró y me dijo: “¿No ha dormido usted bien señor?” Le respondí que no; que habían pasado cosas inexplicables en la chambre. El viejo contestó: “Sí, bueno. Ayer mismo instalamos un router inalámbrico y la tarjeta moduladora de frecuencias venía estropeada; así que ha habido alguna interferencia con los aparatos eléctricos. A las tres de la mañana lo apagué.” Sin decir una palabra dejé un pensamiento pasear por delante de mí; algo así como “… y yo pensando en fantasmas”. El señor me sonrió con cara de saber más que yo. Entregamos la llave y me di la vuelta para coger la maleta y enfilar los niños hacia el coche. Al llegar a la puerta miré al mostrador de recepción para despedirme, pero allí ya no había nadie. No sé por dónde salió aquel hombre; no había puertas ni pasillos ni escaleras para que un cuerpo pudiera quitarse de allí. Pero no estaba.

Mis armas

jack sparrow -

Hola, estoy aquí. Otro año más. Otra temporada más. Otras intenciones que luego cambian mi rumbo. Y el mismo antifaz. Os voy a presentar mis armas; las compré este verano y las he afilado hasta que el brillo de sus hojas cegaba como un amor de instituto. Y aunque las voy a usar sin manual de instrucciones y sin haber recibido clases de un experto, no os pongáis delante por si acaso.

He traído un volcán que escupe fuego a los que me hagan quemaduras por dentro de la piel, que arrasa las malas hierbas y las malas lenguas. Instrumentos musicales que os romperán los tímpanos si alguna vez escucháis lo que no he dicho. Una nube de tormenta con la que escribiré en letras moradas esas palabras oscuras que esperan impacientes a que el cielo de la vuelta a su paleta de colores. Un billete de lotería que nunca toca, para que nunca me encierren en la cárcel del dinero; que mi fortuna la cuento por paisajes, por abrazos y por litros de cerveza. Una escopeta que sólo dispara verdades, sus balas son protestas, gargantas de oprimidos, esas fotos que todos ven y que pocos publican; y se atasca cuando apuntan el cura o el banquero. Un par de olas del mar con el coraje suficiente para borrar las huellas que voy dejando. Siempre se borran; además, yo trato de no clavar los pies demasiado. Un cementerio para inmortales; tengo que asegurarme la jubilación. Yo siempre corrí más que uno de esos tipos que venden seguros de vida. Un bote de cicatrizante que se llama “no pasa nada”; aunque no soy capaz de leer las contraindicaciones. Un manual de circulación que he escrito yo donde no hay señales, ni prohibiciones ni límites de velocidad. Una maleta que está siempre abierta y siempre invitándome a un nuevo viaje, donde cabe todo lo que necesito porque no necesito nada. Un peine sin púas que despeina más que el viento. Una balanza que si pones el mismo peso en cada platillo se desequilibra sola; como en el amor y en la guerra, la justicia no levanta columnas aquí; alguien gana, alguien pierde. Un caballo que sólo galopa. Una espada que no hace sangre. Una caja interminable de juegos de niños… un abrazo de mi abuela; eso sí que es un arma.




Y todo metido en un barco recién pintado, con matrícula falsificada, y una bandera con dos tibias cruzadas bajo un antifaz. Una sirena en la proa sostiene un cartel que no está escrito en ningún idioma para que todo el mundo lo entienda. Quizá por eso tú pasas por aquí. Quizá por eso creo cortar el viento y abrir las aguas. Aunque no sea verdad, aunque escriba con un garfio.

Luz del faro


Discover Revólver!



En noches de luna oscura los reflejos del mar también se ausentan. Este mar es la negrura de un bosque bajo sus árboles, la negrura de una mente asesina, la negrura del negro ennegrecido, aunque en verdad asoma sus dientes de espuma. Refleja el faro en el agua, cuando no te mira, una gota de luz que es una estrella bajada de su estantería celeste; y cuando quiere envía para ti un cono luminoso y metálico para decirte que navegues, que no hay obstáculos.



El único reflejo del mar es el cielo. Negro, de esos negros que no se ven. Pero se oye. Sigue rumiando esa cadencia irregular que hace del tiempo algo eterno. Me preguntaba quién puso en marcha la eternidad en relojes de arena, y ya lo sé. Fue aquí en estos rugidos a bocanadas de agua oscura. Las luces del paseo también se miran en el mar, pero serpentean en cada reflejo, como quien baila sin saber hacerlo. Y ya no se ve nada más. Pero se toca. La esencia del mar se pega en tu piel como un parásito y por eso no resbala, porque no es tu piel; es una camiseta de sal húmeda. Y se huele. El olor del mar es una de sus fortalezas, pero siempre que actúan sus estampas, se queda entre bambalinas. La noche negra es una selva olorosa; el olor marino es algo que no se puede imitar en los ambientadores como si fueran flores. Además, yo siempre huelo a tabaco. El olor marino es más intenso en el recuerdo que en cualquiera de sus visitas.





Navegar sin luna es un riesgo que no todo el mundo experimenta. Y yo, que soy mal marinero, porque me gusta tener los zapatos quietos, quemé las cartas de navegación y rompí el timón antes de levar el ancla. Navegar sin luna es navegar sin navegar; es dejar que te naveguen. Sólo ilumina el faro, que es un instinto, un pensamiento, un deseo. Navegar sin luna es como tirar la brújula al agua y navegar. Es leer las estrellas y ponerlas en orden. Y así se navega también; a veces tan acostumbrado a la oscuridad que no se ve el amanecer hasta que no se apaga el faro.