El violinista. Segunda parte.




Dos semanas estuvo el violín en una casa de reparaciones de instrumentos musicales; por desgracia no había posibilidad de reparación para mí. Cuando lo recogí acordé con el señor de la tienda que le pagaría ayudándole en sus trabajos porque el dinero lo había tirado a la alcantarilla el mismo día que mi salud. Aprendí mucho sobre violines trabajando en aquel lugar; vi como eran por dentro y toqué la perfección de sus piezas encajadas. Conocí el olor y la utilidad de los barnices de protección que lo recubrían, como a las personas. El violín sonaba igual de bien que antes, y aquella noche de desamor cayó en el olvido cuando empecé a frecuentar restaurantes del barrio y locales donde no estaba reservado el derecho de admisión para amenizar la cena y la velada a los clientes.



Volvimos poco a poco a la compenetración que antaño habíamos hilado en kilómetros de pentagrama. A cambio de unas monedas, a veces una copa, a veces sólo unos cigarros y un rato de conversación calmaba las tormentas de todo tipo de personajes: poetas que ocultaban su agrio pasado con dulces y bellísimas metáforas, diosas celulíticas que levantaban el viento del deseo con el oleaje de sus caderas, desarraigados de sangre y patria, señores de postín que dejaban la formalidad y el anillo de casado en la guantera del coche, muñecas exageradas de rimel que al tercer beso destintaban su pintalabios barato, curas sin alzacuello que venían a buscar pecados inconfesables, herederos de una nobleza pasada de moda que gastaban con los pobres lo que sus ancestros le robaron, prestidigitadores de la palabra que inspiraban voces nuevas a mi violín, mucho disfraz de plumas que hablaban de esplendores pasados, carne de cabaret, en fin, animales domesticados que, sin riendas, se adentraban en la oscuridad de la noche salvaje. Aprendí mucho sobre las personas trabajando en aquellos nidos clandestinos de instintos; vi como eran por dentro y como se desencajaban sus piezas interiores con el paso del tiempo. Me impregné de sudores y aromas sexuales, y recuerdo sus reacciones y como se protegían con barnices hostiles contra las agresiones externas, como los violines. Todos y cada uno de los que llegaban se aplicaban mis melodías como un bálsamo para las heridas de sus batallas perdidas. Entonces le hablé a mi violín, y éste sonaba enfadado, melancólico, alegre, tranquilo, victorioso o humilde según para quien fuera a tocar. Su cicatriz sanó definitivamente y por fin pudimos ser uno sólo. Le escuché y le hablé.


Por eso le amo, porque nadie perdonó mis miserias excepto él, porque se emborracha conmigo como si fuera un desconocido más, porque le hablaba y me escuchaba, porque se vestía un antiguo traje marrón como yo aunque a él le quedaba flamante y a mí ridículo, porque no le importaba dar lástima como yo daba, porque los dos curamos a tanta gente de tanta enfermedad sentimental, aunque no pudo nunca curarme a mí. Mira si le quiero que mientras le hago sonar, le abrazo. Quiero a mi violín porque, a pesar de mí, no me abandonó como aquella mujer que tenía el coraje de una guitarra y la personalidad de un piano, y que me dejó vacío por dentro, como un violín.


El violinista. Primera parte.




Cuando escuchó por primera vez susurrar a un violín su cuerpo era poca cosa para manejar aquella voz de terciopelo pero sus oídos se vistieron en seguida de algodón y lo entendió. Con el paso de no mucho tiempo su cuerpo se adaptó a la forma del violín, los dedos se alargaron, los hombros se hicieron fuertes y el cuello se torció para siempre; para él llegó a ser como una prenda de vestir, como el que acostumbra a llevar gafas, pendientes o careta (quizás antifaz).

Muchas veces se le escuchó decir que amaba a su violín porque era lo más parecido a una mujer que no le había engañado nunca. Siempre guardaba un piropo para su amor de madera; decía cosas como que su violín tenía el coraje de una guitarra y la personalidad de un piano; cuando la botella tenía dentro más aire que whisky era el momento de contar la leyenda de su violín. Las palabras sonaban a balbuceos y costaba trabajo entenderlo como a un extranjero. Decía:



“Cuando compré este violín yo era un niño de piel clara, y él también, Puedo decir que hemos crecido juntos. El hombre al que mi padre lo compró lo había fabricado con sus manos y mirándome por encima de sus gafas de cerca y por debajo de su pelo de nieve me dijo: “Ten en cuenta que cuando escuches este violín él te escuchará también a ti. Háblale.”

Tardé pocos meses en coger soltura en la interpretación, y mi padre, impaciente ya, organizaba reuniones para sus familiares y amistades de la alta sociedad en el salón de casa. Con la excusa de pasear su colección de juegos de café les invitaba a escuchar a su niño prodigio que salía en pantalón corto, con colonia en el pelo y sonrisa ensayada y hacía vibrar las cuerdas del violín para una reunión de sordos musicales que batían palmas con demasiada educación y demasiado poca efusividad. En aquellos días no conseguí que mi violín me escuchara; no sabía que decirle.


Media vida estuve haciéndolo sonar por escenarios de fama reconocida en todo el mundo. Eran tiempos en los que la publicidad del boca a boca en cada ciudad me llevó al éxito. Todos hablaban de mi virtud para extraer música de un violín, pero el instrumento seguía sin escucharme; el cabrón me abandonaba al bajar de las tablas y me dejaba sólo en mi borrachera de alabanzas. Inventé un ídolo para que todos lo idolatrasen, pero me sentía hueco, vacío por dentro, como un violín. Fue esa vida llena de excesos propia de los artistas que caminan en el cenit de su carrera, la que me acomodó en la confianza, me olvidé de él para pensar sólo en mí. Y en este punto mi estrella se convirtió en anonimato demasiado rápido. Empecé a ahogar la frustración de mis errores artísticos en alcohol y una de esas noches en las que la conciencia se sale a la terraza a mirar la luna arremetí contra el violín y entre gritos lo partí en dos. Le dije a voces mientras agonizaba en el suelo: “¿Por qué no me escuchas? ¡Me has dejado sólo!”.