De como el vino hace de la lengua un trapo y de las letras laberintos



Eres varón y eres hembra. Eres mujer y eres hombre. Eres el sudor en la piel, la risa en la boca. No tienes corazón pero sangras, como una matanza, como una batalla. Eres duelo y fiesta. Contigo me quedo sin pasaporte, sin fortuna; tiro la brújula al fondo del mar, se calla la boca y habla el corazón subido en el avión de mi lengua. Besas como una loca. Ya te estoy hablando como si fueras una mujer. Provocas taquicardias de euforia, e inyectas anestesia sentimental.



Eres como la luna: no conozco ningún poeta que no te quiera. Me pones en rojo el semáforo de las penas. Eres una canción líquida; al fin y al cabo mi garganta es la que te da la bienvenida. Eres un oasis en medio de las dunas donde mis pies se atascan. Eres la crisálida donde se construyen mis alas. Eres el último y definitivo ingrediente que pone magia en mis conjuros.


Me voy contigo a tu casa, a donde vivas, ya sabes que en la mía siempre puedes entrar. Magnificas los fracasos y los triunfos. Evocas las piedras que dejé en el camino, y los caminos que me hicieron de piedra. Me refrescas, me acaloras, y aunque al día siguiente me rompas los huesos de la cabeza y me marques los tacones en la boca del estómago, sigo siendo adicto a tus atardeceres brillantes, sabrosos. Y encima hoy la luna está llena. Camarero, he dicho llena.

Contigo delante he firmado amistades sin escribir nada, he escrito tonterías mientras bailabas en mi boca, he bailado músicas que no llegaba a escuchar, he escuchado al que no me escucha a mi, he dejado que mis amigos escuchen las tonterías que no escribo, he escrito canciones que nunca bailarán mis amigos, he tonteado con mi escritura cuando no estaban mis amigos delante.



Pero tú sí estabas delante, en frente de mi frente, felicitando a mi felicidad, soñando mis sueños, riéndote de mi risa, vistiendo de manchas mi camisa ebria. Ya me gustaría emborracharte yo a ti una vez, y bailar un tango sin saber bailar, y cantar carnavales sin saber cantar. Eres como llevar antifaz sin saberlo.

Campanas


Anoche tuve un sueño, y os lo voy a contar. Era un sueño con pocas imágenes, sin colores. Era un sueño sonoro, blanco y sonoro, negro y sonoro. Estaba conmigo mi abuelo. Yo tenía 37 años como si fuera hoy, él tenía 60, como si fuera ayer. Necesitaba su mano, la del bastón no, la otra; y la cogí. Él me hizo un gesto que quería decir: "Escucha".Se oían campanas. Campanas de fiesta, donde la gente del pueblo dejaba sin vino a los dioses del Olimpo, donde bailar era una forma humilde de ponerse alas; campanas de fiesta que colgaban en los tendederos trapos de colores para ahuyentar el malfario de una mala cosecha y la orquesta cantaba justo antes de que llegasen las primeras golondrinas desde el otro lado del mar. Se oían campanas de guerra; campanas que abrían la boca de la oscuridad que salva la vida al que más corre, campanas pregón del bombardeo enemigo, campanas de infarto, campanas de insomnio, campanas con la voz temblorosa, con los ojos llorosos, campanas que son el miedo de los niños de la cara sucia, campanas sucias como niños en guerra.


Se oían campanas a la hora en punto, campanas que sacan del dormitorio al paso del tiempo cada cuarto de hora, campanas de hambre en el estómago, de cansancio en la carne, campanas al paso de los animales por la vereda, al paso de las beatas a misa. Y se oían campanas de boda. Campanas como palomas, campanas que arrojan arroz sobre la ropa de estreno de los novios, campanas como sábanas blancas con ganas de secretos, de pecados como campanas. Y en mi sueño se oían campanas de medianoche, campanas desvelo del insomne, campanas que levantan al sereno y a los amantes del colchón de un sólo uso, campanas que mueven las manos del ladrón con antifaz, campanas que llegan tarde a la función estelar de mis sueños galácticos.


Se oían campanas de duelo. Duelo de dolor, duelo de consuelo. Campanas que tocan la primera nota de esta nueva sinfonía que es vivir de otra manera, campanas de hambre, de ira, de paz, campanas frágiles como la vida, campanas fuertes como la muerte, campanas laten, como de réquiem.



Y se oían tantas campanas, que aquel sueño de lana, se fue dando campanadas, hasta que la noche corta se hizo una mañana, y mi dormir de oro llegó al corazón, y la campana de hierro parecía de algodón, y el tacto de mi abuelo me dijo: “pero qué haces, hijo. Apaga el teléfono que están tocando las campanas.”
Sí dígame. Sí estaba durmiendo, pero dime.

Balada de la flor azul


The Ballad of Blue Flower - Lei Qiang



Yo no soy tibetano de nacimiento, pero antes de que mi corazón estuviera maduro y de que mis conocimientos se manchasen de ira, mi padre me trajo aquí en un viaje que duró seis largos meses en una carreta que se quejaba de un dolor en las ruedas, y que tiraba un caballo que nunca llegó a ser completamente doméstico. Yo no soy del Tibet. Yo soy de Shanghai, donde el río que nace en el pueblo tibetano de Qinghai, como las flores azules, se abraza al mar de Oriente; donde hay una prostituta por cada comerciante; donde el día se vive en los barrios occidentalizados que hay alrededor del puerto y la noche reinventa la magia de los sentidos en los barrios clásicos. Mi padre y yo vivíamos a las afueras, en una casa pequeña encaramada en una colina desde donde se veían los derroches de la paleta de colores del sol en los amaneceres, y donde el espejo amorfo del agua es una cama recién abierta mientras la luna se despereza.


Mi padre me enseñó dos cosas, a pescar, y a contar el tiempo en el mar. El arte de la pesca lo aprendí casi a la misma vez que aprendí a bajar a pie al río sin caerme. Mi padre me dio una caña de pescar, un sólo cebo y desapareció. Cuando volvió aquella tarde yo estaba desesperado porque no había conseguido nada. Él me dijo: "Observa. Vámonos; mañana seguiremos." El día siguiente fue una repetición de mi estreno estéril, y el siguiente, y toda la semana. Mi padre siempre me dejaba a solas con el río y me repetía: "Observa." Y yo no sabía bien qué observar, hasta que un día se produjo el milagro de la pesca. La sonrisa de mi padre me supo a poco, pero el pez, aunque muy espinoso, sabía al picante que te dan los triunfos. Mientras cenábamos me dijo: "Mañana sin cebo". Y metí la caña en el agua al día siguiente sin saber bien qué clase de pesca aprendería. A las dos semanas, mi carácter alegre e infantil se volvió irritable. Estaba cansado de tirar la caña con un escuálido gancho en la punta a sabiendas de que no cogería ningún pez. Mi padre me dijo: "No tengas prisa. Eres un aprendiz. Observa cómo se mueven los peces cuando van a solas y cuando van en manada. Aprende sus movimientos." Esta fue una pista definitiva. Efectivamente, la observación y la paciencia me dijeron que los peces describen órbitas zigzagueantes en dirección transversal a la corriente. El primer día que puse mi caña en una de esas trayectorias, un pez mordió mi anzuelo. Mi padre, en lugar de vestir mi cabeza con trofeos o concederme algún honor, me sorprendió de nuevo, y me dijo: "Mañana sin caña." Llegamos al río y me pidió que me quitase los zapatos y que entrara en el agua. Estuve viendo cómo los peces se burlaban de mí durante demasiado tiempo; incluso llegaron a perder el miedo a mis torpes manos por la lentitud de mis movimientos.



Más de lo que va entre una luna y la siguiente estuve con los pies en remojo y las manos en erial. Un día me decidí a contarle a mi padre que me sentía incapaz de pescar con las manos, pero él me leyó la intención y se adelantó. Me dijo que mirase durante toda una mañana alguna de las piedras que sobresalían del agua, y que tratase, por la tarde, de ser como una de ellas. La verdad es que me acerqué mucho a los peces con esta nueva táctica de ser - o parecer - inmóvil, pero no llegaba a cogerles porque me faltaba rapidez; mejor diría que me faltaba oportunidad, el don de la ocasión. Mi padre me llevó a un árbol a la orilla del río y me pidió que eligiera una hoja de color marrón, de las que están a punto de caerse de un momento a otro, y que, al caer de la rama, tratase de cogerla entre el dedo índice y el pulgar antes de que tocase el suelo. Así lo hice, aunque las dos primeras hojas escogidas se fueron corriente abajo antes de que mis dedos lo impidieran. Todavía me faltaba algo para llegar al éxito. El último consejo paterno fue acerca de la respiración; debía acompasar la respiración al futuro movimiento de las manos, a la predicción de que la hoja pasara por un determinado lugar en su caída, en un determinado momento. Para enseñarme a respirar mi padre tocó para mí una canción que se llama Balada de la flor azul; la única indicación que me dio fue: "Respira como el hú qín (instrumento musical de cuerda que se parece a un violín de los de ustedes); después cogerás la hoja, y después el pez." Al día siguiente de la canción la primera hoja que miraba se aplastó entre mis dedos nada más separarse del tallo que la sostenía; y un tiempo después le ocurrió lo mismo a un pez detrás de un movimiento seco de mi brazo.





La otra cosa que aprendí de mi padre fue a contar el tiempo en el mar. Mi padre era un hombre muy observador, y pensaba que detrás de un gran descubrimiento puede haber uno aún más grande. Él tenía metido en la cabeza que los relojes de sol sólo sirven cuando las nubes les apetece que sirvan. Un día en la playa empezó a hacer experimentos con la vasija del agua, y a partir de ese momento estuvo varios meses en la orilla enredado en tubos de cristal que conectaba entre sí, que marcaba con tinta en determinados momentos del día, según el nivel de la marea y el agua que entraba en los tubos más estrechos. Quizá ya conocía los secretos de la pleamar y el interior de las costillas descubiertas de la bajamar, porque al poco tiempo de sus experimentos me pidió que fuera con él una noche de luna repleta. Llevamos su artilugio a la orilla. Clavó los tubos en la arena con unos palos de madera y los mantuvo en equilibrio usando unas cortezas de árbol. Una vez todo compuesto me dijo: “Aquí tienes el reloj de luna. Ahora mismo es medianoche. Vámonos a casa. Mañana empezamos un viaje.”



Cuando siendo tan joven como yo era, uno es capaz de pensar que la herencia de mi padre ya la tenía, es sólo porque la juventud engaña a la experiencia, la disfraza, le pone antifaz. En este viaje me fue transmitida parte de la historia de mi familia, y aquí la tengo guardada, debajo de la piel. Viajar es como soñar con los ojos abiertos, es alquilar un paisaje distinto cada cinco minutos, es dejar abandonado el reloj de luna de mi padre sin dejar de ver la luna ni a mi padre. Desde Shanghai hasta Lhasa hay casi 1200 zhang (unos 4300 kilómetros). La primera parte la hicimos en barco, remontando el río hasta Wuhan, una ciudad muy viva desde tiempos remotos, donde fuimos a un templo budista a soltar una tortuga en el estanque de su entrada como petición de una larga vida para mi padre, y donde subimos a Huanghelou (torre de la grulla amarilla), que es un edificio con 1800 años de antigüedad y está hecho íntegramente de madera, aunque cada cien años lo reconstruyen practicamente todo para evitar su caída. El amarillo es el color del poder, y la grulla simboliza el honor. Todo esto me hizo comprender la historia de mi familia, y cómo el poder estaba dentro de cada uno. Antes de seguir el camino hacia Lhasa, esta vez siguiendo por tierra el curso del río, tocamos tres veces la campana de la torre amarilla, invocando así a la suerte. El viaje se completó a base de avanzar día tras día, de no pensar en cuánto quedaba. Llegamos a Lhasa, y mi padre me despidió demasiado rápido en la puerta del monasterio donde me esperaba un monje para darme la bienvenida.

















En todos estos años no he aprendido mucho más de lo que mi padre me enseñó, a parte de los ejercicios de relajación mental, que vosotros llamáis artes marciales, y lo cruel que puede llegar a ser el mundo fuera de este monasterio. Esto último explica el por qué mi padre quiso que yo viniese aquí tan pronto.Ahora, en estos días en los que el sol de mis huesos no hace más que caer hacia mi horizonte oscuro, en estos días en los que se cumplieron 50 años de exilio de nuestro Dalai Lama, sé que el Tibet volverá a ser libre, y lo sé porque mi padre cuando me enseñó a pescar también me enseñó a esperar, a meditar, a superarme, a adaptarme a nuevas situaciones, a analizar, y si me apuran, a adivinar el futuro. El Tibet será libre algún día, me lo dice la luna y el reloj de mi padre, me lo dice la música y las flores azules que por aquí nacen; yo no tengo prisa. Hace muchos años que aprendí a esperar, y a luchar.

Catálogo de Hadas. Final.

Os dejo el último capítulo del cuento. Habíamos dejado a los niños en la tienda donde querían comprar un catálogo de hadas, pero no tenían dinero:
. ¿Por qué no tenían dinero los niños? – volvió a preguntarme el niño.
. Bueno, porque no. Seguramente porque eran niños. Pero a veces no hace falta dinero para conseguir las cosas. Ten paciencia y ya verás como sigue la historia. Los niños salieron a la calle a buscar unas monedas de oro de hadas. Pasaban por allí unos gnomos que volvían de trabajar en la mina de diamantes. Iban muy contentos exhibiendo las joyas que habían encontrado y haciéndose bromas los unos a los otros. El niño se agachó al paso de los gnomos y preguntó a uno de ellos: “Perdone señor gnomo, ¿cómo podemos conseguir dinero para comprar un catálogo de hadas?”. El pequeño gnomo un poco asustado por el tamaño enorme de los dos turistas del bosque contestó: “En el país de las hadas el dinero lo dan los buenos sentimientos. Hay muchas formas de conseguirlo. Para vosotros la más fácil es recoger unas hojas secas del suelo, ponedlas dentro del bolsillo, y pensad en algo agradable, algo que despierte una sonrisa en alguien cercano a vosotros.” La niña salió corriendo hacia un árbol pequeñito que había cerca de allí mientras daba las gracias al gnomo por su ayuda. Ante el asombro de su hermano, la niña cogió tres hojas secas del suelo, las metió en un bolsillo donde llevaba unas canicas de cristal de colores, cerró los ojos y pensó en el momento en que su papá llegaba a casa cada tarde y después de abrazarle le hacía cosquillas. Metió la mano en el bolsillo y, sorprendentemente, sacó tres monedas de oro de hadas. Su hermano empezó a reír de alegría y apresuró a la niña a volver a la tienda. Esta vez el duendecillo les vendió el catálogo de hadas. Era un libro muy muy pequeño, tan pequeño que se podía coger con dos dedos, y con unas letras y dibujos imposibles de ver a simple vista. Antes de que se fueran el tendero les dijo: “Niños, tomad. Es una nuez llena de polvo de hadas. – y con aire comercial añadió – es un regalo de la casa a unos nuevos clientes.” La niña metió la nuez en el bolsillo del vestido y se fueron muy contentos, auque pensando en cómo descifrarían lo aquel libro microscópico contenía.

A la salida del pueblo la nube que les acompañó ya no estaba, sin embargo el niño vio unas mariposas que conocía de haber jugado en el parque a correr detrás de ellas. Así que decidió seguirlas hasta la salida del país de las hadas, es decir, hasta la entrada del parque.
Llegaron a casa con el libro de hadas, y sin hacer caso al cansancio, se metieron en la habitación de juegos con la lupa de papá. Allí estuvieron mirando las hadas y lo que cada una podía hacer hasta que llegaron al hada del día y al hada de la noche. El niño leyó a su hermana que el hada del día movilizaba un ejército de hadas amarillas, y cuando se abrazaban, formaban el sol. De la misma forma, el hada de la noche hacía que las hadas blancas brillaran en el cielo al anochecer. Algunas por separado eran estrellas, y otras, abrazadas unas a otras, eran la luna. A partir de ese momento la niña dejó de tener miedo a que anocheciera, y cada tarde, salía a la terraza a ver cómo se escondía el sol, imaginando, desde su pequeña altura, que cada brillo que veía era un vuelo de alguna de las hadas que sólo ella y su hermano conocían.

A la mañana siguiente los niños desayunaban en la cocina mientras su papá iba de una habitación a otra murmurando algo que ellos no lograban entender. El niño preguntó a su padre: “¿Ocurre algo papá?” El padre, muy enfadado contestó: “Pues sí. Resulta que iba a salir a cazar mariposas y alguien ha roto mi red. Y cuando iba a mirar las mariposas de mi colección, no he podido porque no encuentro la lupa. – Y añadió mirándoles con cara de abogado – por cierto, ¿vosotros no sabéis nada de esto verdad?” El niño contestó con seguridad en la voz: “No papá. No sabemos nada. Pero tu colección de mariposas ya está completa. No creo que necesites cazar más mariposas.” Aprovechando la regañina, la niña puso un poco de polvo de hadas en la taza del café de papá sin que le viera. Éste, después de tomárselo, empezó a sonreír y olvidó lo que le había ocurrido. Cuando papá salió de la cocina la hermana dijo al niño sonriendo: “Has roto la red del cazamariposas de papá.” El niño dijo: “No podemos correr el riesgo de que cace sin querer un hada.” Los dos se miraron sonriendo y en cada una de esas sonrisas guardaron su secreto para siempre.

- ¿Te ha gustado el cuento? – pregunté al niño.
- Sí. Me ha gustado mucho – respondió cerrando los ojos y los oídos.
- Bueno, si tienes miedo de algo, me lo puedes decir. Quizá podamos solucionarlo.
. No gracias. Ya no tengo miedo – me dijo el niño apretando una nuez que tenía dentro del bolsillo.
- Y por qué no tienes miedo – le pregunté aun sabiendo la respuesta.
- Porque no – y soltó una carcajada.


Y ahora podéis ver algunas de las hadas del catálogo: