Más difícil todavía


Discover Sabina y Cia.!



Mi caravana es mi casa, y el cielo es el hall del hotel donde me alojo. Al tocador le duelen las maderas y le faltan bombillas, y veo en las estrellas mi nombre escrito con luces de neón. La carpa es mi abrigo, mi éxito y mi fracaso. Soy una especie de dibujo animado para los niños, una especie de niño para los padres. Un hombre de mentira, de broma. Una exageración graciosa. Como decía Quevedo acerca de una nariz, un reloj de sol mal encarado. Un cuenta cuentos, un malabarista de sonrisas, un parche hilvanado en los pantalones y otro en el corazón, una melodía disfrazada de fanfarria, la parodia de mi boca sin pintura, el inquilino de ningún hogar, la burla de la elegancia, un chistoso de saldo, la risa de la verdad; por eso llamo feo a los feos y gordo a los gordos; sin insultarles.




La función ha terminado. Las gradas se quedan ateridas de frío, en los hierros, en las costillas. Las luces dejan paso al protagonismo de la luna, la única vecina cotilla que me queda. Nelly es mi compañera en la caravana. Actúa haciendo equilibrios sin red en la cuerda floja. Su cuerpo perfecto y su cara de ángel también levantan las miradas cuando camina. La función ha terminado.




El silencio invade el campamento como una riada después de la tormenta de aplausos. En la caravana Nelly sonríe mientras me desmaquilla suavemente el antifaz de payaso. A veces me excita su forma de tocarme; me acaricia con una toallita húmeda mientras me sujeta la cara con la otra mano. Su cuerpo me roza justo lo necesario para provocarme. Ella lo sabe, y se da la vuelta para que la ayude a bajarle la cremallera a la luz del tocador. Nelly gira el cuello y asoma la picardía entre sus dientes. El payaso deja de serlo durante un rato. Hacemos el amor sin decir una palabra. Yo creo que esa ausencia de ruido intensifica mi excitación. Es una forma de hacer el amor en la que el silencio da paso a otros sentidos; se refuerza el tacto, el olfato, la vista. Aun así se oye. Se oye el aliento, los gemidos, se oye como la ropa se despega de la piel. Nos entregamos a la dulzura y yo no me acuerdo de quien era antes de ser un payaso, y ella cicatriza las heridas que le provocó un salto mortal que dio hace tiempo sin levantar los pies del suelo. No sé si nos amamos, quizá por desarraigo, para ensanchar las puertas del olvido. Somos el único palo que queda ardiendo en la hoguera del otro, y sin embargo nunca hemos firmado un papel, ni un compromiso, ni escrito nuestros nombres en la misma tarjeta, ni ella me lava la ropa, ni yo le sintonizo los canales de la tele. No sé si nos amamos. Ella no me lo dice. Es sordomuda. Y yo, cuando estamos a solas, también. No siempre vale la máxima del más difícil todavía. A veces lo difícil, es sencillo. Incluso en el circo.

Y dijo la voz...

Y dijo la voz: “Señoras y señores lamentamos tener que informarles de que el avión tiene una avería y nuestro servicio de mantenimiento no la puede arreglar de inmediato. Por favor, abandonen el avión y en la terminal les darán más información.” La gente sale fuera del cacharro con la psicosis del accidente de Spanair de este verano como equipaje de mano, pero estos son otros “air”.


Y dijo la voz: “Señoras y señores, la nueva puerta asignada para su vuelo es la número 27. Más adelante recibirán más información.” Y cada uno de nosotros por separado consiguió que el rebaño entero se plantase en la puerta 27 con el carné de identidad en la mano. Desesperados por no saber cuándo abrirían la puerta de embarque hablábamos por teléfono, porque ya, pasara como pasara, para algunos esto era una aventura. A esperar.


Y dijo la voz: “Señoras y señores vamos a realizar el embarque, bla bla bla…” Y se nos puso la cara como si fuera la primera vez que subíamos a un avión. Algunos bromeaban sobre la escasa herencia que dejarían a sus familiares, otros con una traducción libre del inglés de la azafata. Pero siempre obedecimos a la voz.



Despegamos, y en seguida el mar se apagó en grises por culpa del día lluvioso que hacía en tierra firme; después dejamos abajo la alfombra de algodón de las nubes más altas que es donde yo guardo mis sueños; y mirando hacia arriba descubrí de nuevo el azul oxigenado de estas alturas de la tarde; y el sol pintando sobre la piel azul del cielo líneas naranjas cerca del horizonte, y por el otro lado el azul se oscurece lentamente y en absoluto silencio. Y atardeció dos veces: una sobre las nubes, y otra, con el descenso del avión hacia el destino, sobre la tierra firme. Y el juego de colores fue un regalo de la compañía de aviones por habernos hecho esperar. Hay voces que te llevan al cielo; y de qué manera.

Que mala suerte

Qué mala suerte que hasta en la puerta de la parroquia se nota la crisis; y hoy precisamente llueve, que acabo de tirar los cartones meados al contenedor.


Qué mala suerte que los rumanos estén por aquí otra vez; y que haga años que no me regalan flores, ni me visitan los de la ONG. También es mala suerte que la nueva del almacén estuviera tan buena, y me sonriera como si no se fuera a quitar las bragas hasta que no le escribiera dos poemas de amor. Que por pisar una baldosa suelta me pusieron una multa que todavía estoy pagando. Que por no explicar lo que me pasaba dejé una nota en la mesita diciendo que iba a comprar tabaco. Que se me apagara la caldera la última vez que me bañé en su boca. Que cambié al trueque mi estado civil de oro por un cartón de vino. Que ningún cartero me deja sobres del banco, ni invitaciones de boda, ni cartas de desamor. Que nadie compraba navajas ni lotería en el tren de Socuéllamos. Que las mujeres de la calle no me dejan hacerles el amor, y los rumanos no me dejan consolarme. Que después de tanto tiempo sin ir al hospital, aun me huele el aliento a medicina. Que el otro día una de mis “ex” me dio una limosna. No podía conocerme; la cara me ha cambiado mucho y tengo el antifaz sin afeitar.


Qué mala suerte que haya fiestas en el barrio y los limpiadores me van a tirar al contenedor de servicios sociales. Y allí no saben que no me gustan los garbanzos. Qué mala suerte que los niñatos del Rotwailler han roto la farola donde todas las noches tomaba el sol. Que cuando aprendí a quitarles los desperdicios a los perros la gente aprendió a separar la basura. Que ya voy notando mi piel de cartón, y cartón en el jersey, y el cartón me está pareciendo cada vez más suave.


Qué mala suerte que haya tanta mierda en la calle, no como cuando Sabina cantaba en estas escaleras donde ahora he puesto mi chalé ambulante y yo era el director de mi departamento. Qué mala suerte que mi lengua corriera más que mi cabeza cuando vino un tío el otro día con antifaz de periodista o algo así y se sentó a mi lado. Qué mala suerte, o es que yo soy así.



Te odio



No estoy preparado para odiar, pero a ti sí. Te odio más que a nada en el mundo, más que un jardín a la sequía, más que una estrella al sol que la apaga. Por vestirme con una armadura insensible, por producir ceguera colectiva. Por tirar al amor a la alcantarilla. Por ir por la vida con porte de dios y estampa de rey. Te odio por todo eso. Te uso con desprecio y no te cuido, no te guardo, no te quiero. Recuerdo que te acercaste a mí sensual y me llenaste el bolsillo de besos dorados; me hipnotizaste, me llevaste a tu casa y me abriste la puerta de la cueva de Alí Babá. Me hiciste pensar que eras fácil, y entonces vi como te ibas a atontar a otro.
Pero ya no te quiero; ahora te odio. No me fío de tus sonrisas impolutas de escaparate. No creo en tus promesas de interés. Te odio desde que me di cuenta que existía la palabra odiar, desde que algún rico te inventó y otros te fueron cambiando la cara y bautizándote de nuevo para desbancar a otros ricos de tu altar poderoso. Eres un virus mutante, una plaga que roe el corazón, una siembra desigual, injusta, y no imaginas la desolación que dejas donde no brotas. Nos metes miedo, nos condicionas cada día, eres la causa de todas las guerras que han disparado los hombres. Voy a inventar un país sin frontera y sin moneda, y nos vamos a reír de ti y de tu uniforme en Wall Street.



A ver si sabes decirme cuánto vale un paseo. Cuánto vale un beso. Cuánto vale un niño sonriendo. Cuánto vale un niño llorando. Cuánto vale una conversación. No tienes ni idea. Puedes poner precio a la comida, pero no a la compañía. Tú me dices lo que valen unas sábanas, pero no sabes lo que valen mis juegos debajo de ellas. La cerveza la pago yo, pero la borrachera es impagable.


Soy tu esclavo, y lo sabes, pero estoy en rebeldía. Eres el antifaz de la felicidad. Sabes el precio de mi vida, si me apuras, pero el odio que te entrego, no tiene precio. Tengo dos monedas en el bolsillo, una para un café y la otra la echaré en la fuente de los deseos, a ver si esta vez me hace caso.