
París es una ciudad con tantos tipismos que resulta difícil escribir sobre ella y aportar algo nuevo. Lo voy a intentar. Cojo el metro en Pantin, en las afueras de la ciudad, donde la mezcla de razas es una realidad. En el antiguo vagón suben todo tipo de gente. No puedes evitar recordar la frase que Kofi Annan dijo hace 3 semanas a propósito del conflicto palestino-israelí: “El problema no es la fe, sino la forma en que se miran entre ellos”.
A medida que el tren deja atrás las estaciones, se mete dentro de mí una especie de inquietud, que me recuerda que estoy sólo en París. No es ésta una ciudad para estar sólo, sino de la mano de esa persona que ahora mismo extraño. No es la primera vez que lo hago, pero salgo por la boca del metro de plaza Trocadero mirando hacia el suelo hasta que llego a la esquina del Palais de Chaillot, en ese momento levanto la vista y me dejo sorprender, una vez más, por la repentina aparición de la torre Eiffel. Pero el momento pierde dulzura. No se puede venir sólo a París. Miro al otro lado de la plaza y veo que la mesa de la esquina del café Kleber está libre. Al sentarme me sorprendo con una visión: ella está aquí. En frente de mis ojos, ella mirando hacia el arco del Triunfo, yo hacia Trocadero. Está preciosa: su cara es el justo adorno que faltaba en esta ciudad. “Deux café noir” y empezamos a hablar entre miradas cariñosas, sumergidos en el ambiente loco y ordenado del tráfico parisino. Hablamos sobre las caricias que nos regalamos y sobre las que nunca nos dimos; sobre los hijos que tuvimos y sobre los que no tenemos; sobre las veces que nos escapamos y sobre las que nos quedamos. Vimos toda la ciudad sin levantarnos de la mesa. Vimos nuestra historia – tan corta, tan larga – sin levantarnos de la mesa, sin que el reloj nos dijese que llegábamos tarde a ningún sitio. Un momento puede ser tan corto y tan eterno… El camarero puso la bandejita con la cuenta en la mesa. El golpe me hizo abrir los ojos. Ya no estaba.

Pagué los dos cafés, aunque en la nota sólo había uno, y me fui de allí pisando los charcos de la avenida d’Eylau y sorteando los peatones que llenaban la acera de paraguas. La lluvia me iba mojando mientras yo, ajeno, me alejaba de aquel momento eterno ¿o me acercaba a él? París es así de contradictorio. Hasta la candidata a la presidencia de la República se llama Royal. No se puede venir sólo a París.