Dos semanas estuvo el violín en una casa de reparaciones de instrumentos musicales; por desgracia no había posibilidad de reparación para mí. Cuando lo recogí acordé con el señor de la tienda que le pagaría ayudándole en sus trabajos porque el dinero lo había tirado a la alcantarilla el mismo día que mi salud. Aprendí mucho sobre violines trabajando en aquel lugar; vi como eran por dentro y toqué la perfección de sus piezas encajadas. Conocí el olor y la utilidad de los barnices de protección que lo recubrían, como a las personas. El violín sonaba igual de bien que antes, y aquella noche de desamor cayó en el olvido cuando empecé a frecuentar restaurantes del barrio y locales donde no estaba reservado el derecho de admisión para amenizar la cena y la velada a los clientes.
Volvimos poco a poco a la compenetración que antaño habíamos hilado en kilómetros de pentagrama. A cambio de unas monedas, a veces una copa, a veces sólo unos cigarros y un rato de conversación calmaba las tormentas de todo tipo de personajes: poetas que ocultaban su agrio pasado con dulces y bellísimas metáforas, diosas celulíticas que levantaban el viento del deseo con el oleaje de sus caderas, desarraigados de sangre y patria, señores de postín que dejaban la formalidad y el anillo de casado en la guantera del coche, muñecas exageradas de rimel que al tercer beso destintaban su pintalabios barato, curas sin alzacuello que venían a buscar pecados inconfesables, herederos de una nobleza pasada de moda que gastaban con los pobres lo que sus ancestros le robaron, prestidigitadores de la palabra que inspiraban voces nuevas a mi violín, mucho disfraz de plumas que hablaban de esplendores pasados, carne de cabaret, en fin, animales domesticados que, sin riendas, se adentraban en la oscuridad de la noche salvaje. Aprendí mucho sobre las personas trabajando en aquellos nidos clandestinos de instintos; vi como eran por dentro y como se desencajaban sus piezas interiores con el paso del tiempo. Me impregné de sudores y aromas sexuales, y recuerdo sus reacciones y como se protegían con barnices hostiles contra las agresiones externas, como los violines. Todos y cada uno de los que llegaban se aplicaban mis melodías como un bálsamo para las heridas de sus batallas perdidas. Entonces le hablé a mi violín, y éste sonaba enfadado, melancólico, alegre, tranquilo, victorioso o humilde según para quien fuera a tocar. Su cicatriz sanó definitivamente y por fin pudimos ser uno sólo. Le escuché y le hablé.