En estos días hace un año de mi último viaje a China. Después del día de la fiesta nacional aprendí como hacen allí el pato al estilo Pekín. Una tortita fina de harina se pone sobre la mano, se unta con salsa de soja y se pone manzana y carne de pato en trozos. El paladar es un festival de contrastes. Lo seco de la harina con lo jugoso de la salsa, la dureza de la carne con lo tierno de la manzana, lo dulce con lo agrio. Así es China.

El contraste continúa en el templo. Los monjes budistas encienden varillas de incienso para perfumar la fiesta. Entre el perfume, los paladines de la conciencia oriental rezan por la paz y por la libertad de sus hermanos en Birmania, porque acaben las represiones, porque el pueblo se levante detrás de la bandera que están agitando los budistas birmanos.
Con estas imágenes empiezo a recordar una dictadura que hubo aquí en este país. Eso de que el franquismo ha pasado es un cuento chino (nunca mejor dicho); el franquismo es una parte de nuestra historia, y su peso sigue presente en medio de nosotros. Esto de obligarnos a olvidarlo es un gravísimo error. Pues los monjes que tenían el control de las mentes débiles de aquella dictadura, en lugar de salir a la calle a reclamar libertad y justicia, refugiaron al generalísimo bajo palio haciéndose cómplices de los crímenes del régimen. La religión reprimía en el púlpito. Los curas transmitían miedo en lugar de amor. Y, ahora, para contrarrestar el efecto recordatorio rojo de la ley de la memoria histórica, que permitirá seguramente a algunos saber dónde están sus familiares que un día desaparecieron, ellos organizan una fiesta vaticana – con el PP de invitado de honor – para santificar a los curas que pasaron el filtro de sumisión al fascismo; a los otros curas no. Pero con el otro lado de su oculta moral, piden que no destapemos la historia negra.
Con estas imágenes empiezo a recordar una dictadura que hubo aquí en este país. Eso de que el franquismo ha pasado es un cuento chino (nunca mejor dicho); el franquismo es una parte de nuestra historia, y su peso sigue presente en medio de nosotros. Esto de obligarnos a olvidarlo es un gravísimo error. Pues los monjes que tenían el control de las mentes débiles de aquella dictadura, en lugar de salir a la calle a reclamar libertad y justicia, refugiaron al generalísimo bajo palio haciéndose cómplices de los crímenes del régimen. La religión reprimía en el púlpito. Los curas transmitían miedo en lugar de amor. Y, ahora, para contrarrestar el efecto recordatorio rojo de la ley de la memoria histórica, que permitirá seguramente a algunos saber dónde están sus familiares que un día desaparecieron, ellos organizan una fiesta vaticana – con el PP de invitado de honor – para santificar a los curas que pasaron el filtro de sumisión al fascismo; a los otros curas no. Pero con el otro lado de su oculta moral, piden que no destapemos la historia negra.

Desde luego no estoy de acuerdo en que quiten los símbolos del fascismo que todavía quedan. Porque algún día mi retoño me preguntará qué es esa cruz tan enorme que se ve desde la autovía de La Coruña. Y le responderé lo que es y lo que representa. Y lo que hicieron los que ahí están enterrados durante tantos años. Y le invitaré a luchar por la libertad, como un monje budista.