
Aquel vientre donde me bebí el agua de tu embarazo único es ahora una puerta cóncava donde ya no podría entrar. Hemos disfrazado el ambiente para no tener que masticar la tristeza. La tristeza disfrazada de miradas cortas, las miradas disfrazadas de melancolía, la melancolía de anorexia en tu frigorífico, tu frigorífico desnudo con disfraz de amor; y el amor con antifaz de cita en neurología. Pero no hablas.
Me han dicho que deambulas por tu vida sin llegar a vivirla. Que anotas en mil papeles cosas que ni tú entiendes. Que mi hija pesa igual que pesa mi madre. Que no comes lo que compras y que no compras lo poco que te comes. Que ya no coses para las vecinas del barrio como antes cosías carcajadas de balde. Que ya no dices ni tonterías. Que ya no aprietas la mano. Que con los mismos ojos ya no miras igual. Que usas las gafas de cerca para asomarte al balcón. Que la bufanda te arrastra. Que crees que tu foto de novia es un espejo. Que no tienes lágrimas; por eso nunca te han visto llorar. Que los absueltos por cuerdos te han condenado a la locura.

“Dame un beso”. Tres palabras me lanzaste mientras soplaba en la puerta la despedida. Mis ojeras llegaron a tu frente, y vi como tu piel se abraza a tus huesos directamente. Te beso. Y en seguida te ausentas otra vez mientras me cierras la puerta. Tu ausencia delgada. Tu delgadez presente.