Balada de la flor azul


The Ballad of Blue Flower - Lei Qiang



Yo no soy tibetano de nacimiento, pero antes de que mi corazón estuviera maduro y de que mis conocimientos se manchasen de ira, mi padre me trajo aquí en un viaje que duró seis largos meses en una carreta que se quejaba de un dolor en las ruedas, y que tiraba un caballo que nunca llegó a ser completamente doméstico. Yo no soy del Tibet. Yo soy de Shanghai, donde el río que nace en el pueblo tibetano de Qinghai, como las flores azules, se abraza al mar de Oriente; donde hay una prostituta por cada comerciante; donde el día se vive en los barrios occidentalizados que hay alrededor del puerto y la noche reinventa la magia de los sentidos en los barrios clásicos. Mi padre y yo vivíamos a las afueras, en una casa pequeña encaramada en una colina desde donde se veían los derroches de la paleta de colores del sol en los amaneceres, y donde el espejo amorfo del agua es una cama recién abierta mientras la luna se despereza.


Mi padre me enseñó dos cosas, a pescar, y a contar el tiempo en el mar. El arte de la pesca lo aprendí casi a la misma vez que aprendí a bajar a pie al río sin caerme. Mi padre me dio una caña de pescar, un sólo cebo y desapareció. Cuando volvió aquella tarde yo estaba desesperado porque no había conseguido nada. Él me dijo: "Observa. Vámonos; mañana seguiremos." El día siguiente fue una repetición de mi estreno estéril, y el siguiente, y toda la semana. Mi padre siempre me dejaba a solas con el río y me repetía: "Observa." Y yo no sabía bien qué observar, hasta que un día se produjo el milagro de la pesca. La sonrisa de mi padre me supo a poco, pero el pez, aunque muy espinoso, sabía al picante que te dan los triunfos. Mientras cenábamos me dijo: "Mañana sin cebo". Y metí la caña en el agua al día siguiente sin saber bien qué clase de pesca aprendería. A las dos semanas, mi carácter alegre e infantil se volvió irritable. Estaba cansado de tirar la caña con un escuálido gancho en la punta a sabiendas de que no cogería ningún pez. Mi padre me dijo: "No tengas prisa. Eres un aprendiz. Observa cómo se mueven los peces cuando van a solas y cuando van en manada. Aprende sus movimientos." Esta fue una pista definitiva. Efectivamente, la observación y la paciencia me dijeron que los peces describen órbitas zigzagueantes en dirección transversal a la corriente. El primer día que puse mi caña en una de esas trayectorias, un pez mordió mi anzuelo. Mi padre, en lugar de vestir mi cabeza con trofeos o concederme algún honor, me sorprendió de nuevo, y me dijo: "Mañana sin caña." Llegamos al río y me pidió que me quitase los zapatos y que entrara en el agua. Estuve viendo cómo los peces se burlaban de mí durante demasiado tiempo; incluso llegaron a perder el miedo a mis torpes manos por la lentitud de mis movimientos.



Más de lo que va entre una luna y la siguiente estuve con los pies en remojo y las manos en erial. Un día me decidí a contarle a mi padre que me sentía incapaz de pescar con las manos, pero él me leyó la intención y se adelantó. Me dijo que mirase durante toda una mañana alguna de las piedras que sobresalían del agua, y que tratase, por la tarde, de ser como una de ellas. La verdad es que me acerqué mucho a los peces con esta nueva táctica de ser - o parecer - inmóvil, pero no llegaba a cogerles porque me faltaba rapidez; mejor diría que me faltaba oportunidad, el don de la ocasión. Mi padre me llevó a un árbol a la orilla del río y me pidió que eligiera una hoja de color marrón, de las que están a punto de caerse de un momento a otro, y que, al caer de la rama, tratase de cogerla entre el dedo índice y el pulgar antes de que tocase el suelo. Así lo hice, aunque las dos primeras hojas escogidas se fueron corriente abajo antes de que mis dedos lo impidieran. Todavía me faltaba algo para llegar al éxito. El último consejo paterno fue acerca de la respiración; debía acompasar la respiración al futuro movimiento de las manos, a la predicción de que la hoja pasara por un determinado lugar en su caída, en un determinado momento. Para enseñarme a respirar mi padre tocó para mí una canción que se llama Balada de la flor azul; la única indicación que me dio fue: "Respira como el hú qín (instrumento musical de cuerda que se parece a un violín de los de ustedes); después cogerás la hoja, y después el pez." Al día siguiente de la canción la primera hoja que miraba se aplastó entre mis dedos nada más separarse del tallo que la sostenía; y un tiempo después le ocurrió lo mismo a un pez detrás de un movimiento seco de mi brazo.





La otra cosa que aprendí de mi padre fue a contar el tiempo en el mar. Mi padre era un hombre muy observador, y pensaba que detrás de un gran descubrimiento puede haber uno aún más grande. Él tenía metido en la cabeza que los relojes de sol sólo sirven cuando las nubes les apetece que sirvan. Un día en la playa empezó a hacer experimentos con la vasija del agua, y a partir de ese momento estuvo varios meses en la orilla enredado en tubos de cristal que conectaba entre sí, que marcaba con tinta en determinados momentos del día, según el nivel de la marea y el agua que entraba en los tubos más estrechos. Quizá ya conocía los secretos de la pleamar y el interior de las costillas descubiertas de la bajamar, porque al poco tiempo de sus experimentos me pidió que fuera con él una noche de luna repleta. Llevamos su artilugio a la orilla. Clavó los tubos en la arena con unos palos de madera y los mantuvo en equilibrio usando unas cortezas de árbol. Una vez todo compuesto me dijo: “Aquí tienes el reloj de luna. Ahora mismo es medianoche. Vámonos a casa. Mañana empezamos un viaje.”



Cuando siendo tan joven como yo era, uno es capaz de pensar que la herencia de mi padre ya la tenía, es sólo porque la juventud engaña a la experiencia, la disfraza, le pone antifaz. En este viaje me fue transmitida parte de la historia de mi familia, y aquí la tengo guardada, debajo de la piel. Viajar es como soñar con los ojos abiertos, es alquilar un paisaje distinto cada cinco minutos, es dejar abandonado el reloj de luna de mi padre sin dejar de ver la luna ni a mi padre. Desde Shanghai hasta Lhasa hay casi 1200 zhang (unos 4300 kilómetros). La primera parte la hicimos en barco, remontando el río hasta Wuhan, una ciudad muy viva desde tiempos remotos, donde fuimos a un templo budista a soltar una tortuga en el estanque de su entrada como petición de una larga vida para mi padre, y donde subimos a Huanghelou (torre de la grulla amarilla), que es un edificio con 1800 años de antigüedad y está hecho íntegramente de madera, aunque cada cien años lo reconstruyen practicamente todo para evitar su caída. El amarillo es el color del poder, y la grulla simboliza el honor. Todo esto me hizo comprender la historia de mi familia, y cómo el poder estaba dentro de cada uno. Antes de seguir el camino hacia Lhasa, esta vez siguiendo por tierra el curso del río, tocamos tres veces la campana de la torre amarilla, invocando así a la suerte. El viaje se completó a base de avanzar día tras día, de no pensar en cuánto quedaba. Llegamos a Lhasa, y mi padre me despidió demasiado rápido en la puerta del monasterio donde me esperaba un monje para darme la bienvenida.

















En todos estos años no he aprendido mucho más de lo que mi padre me enseñó, a parte de los ejercicios de relajación mental, que vosotros llamáis artes marciales, y lo cruel que puede llegar a ser el mundo fuera de este monasterio. Esto último explica el por qué mi padre quiso que yo viniese aquí tan pronto.Ahora, en estos días en los que el sol de mis huesos no hace más que caer hacia mi horizonte oscuro, en estos días en los que se cumplieron 50 años de exilio de nuestro Dalai Lama, sé que el Tibet volverá a ser libre, y lo sé porque mi padre cuando me enseñó a pescar también me enseñó a esperar, a meditar, a superarme, a adaptarme a nuevas situaciones, a analizar, y si me apuran, a adivinar el futuro. El Tibet será libre algún día, me lo dice la luna y el reloj de mi padre, me lo dice la música y las flores azules que por aquí nacen; yo no tengo prisa. Hace muchos años que aprendí a esperar, y a luchar.

18 comentarios:

Mariel Ramírez Barrios dijo...

Siempre me atrajo todo lo oriental.
mas,leyèndote esta mañana,amigo,pienso:
deberìamos,seguro
orientales y occidentales
como en todas las cosas
encontrarnos en medio.
te abrazo
Yo
felices Pascuas

mi dijo...

Esto me ayudó muchísimo. Mucho.

El arte de la paciencia...

Un beso inmenso como el mar que hay de aquí a allá.

:)

Anónimo dijo...

Provechosas enseñanzas le proporcionó su padre a Lei Qiang sabias enseñanzas que deberíamos poner en práctica, pasa que es difícil en un mundo tan occidentalizado como el nuestro, pero hay muchas "liturgias" de la cultura oriental que son bases capaces de construir fundamentos muy sólidos en la personalidad del individuo.
Rezuma paz y sabiduría este relato.
Te ha quedado preciosa la página, un beso grande.

María dijo...

Sabias y maravillosas enseñanzas orientales, me encanta todo lo relacionado con ello, porque tienen mucha sabiduría, me parecen de gran ayuda para la fuerza interior.

Bello post, me encantó.

Un beso, amigo.

SeñalesDeHumo dijo...

Llevas bajo tu piel bellas enseñanzas, las cosas deseadas con el corazón terminan llegando en el tiempo justo a nuestra vida.
La ansiada libertad.Ya la verás.

Señales

Belén dijo...

Sus padres le enseñaron algo que para mi es importantísimo, respirar :)

Besicos

ЖΔЯIΔ dijo...

Observar
El rio, el pez, las corrientes...
Ver mas allá
Muy buen post
Saludos :*

mi dijo...

Buona pasqua Antifasucho lindo!!!!!!!!

jaja, :P

Manuel de la Rosa -tuccitano- dijo...

A voz de pronto y antes de empezar... me recordó la musiquilla aquello de ¿donde vas pequeño saltamontes?... ahora voy a leerlo...saludos

(para escucharla tuve que ir a la página donde está, imposible escucharla y leer)

Manuel de la Rosa -tuccitano- dijo...

las mejores herencias son las que quedan en el corazón y no en los bolsillos... la riqueza consiste en eso en la grandeza que puedes conseguir teniendo un corazón de verdad... ¡que lejos estamos de eso!....un abrazo

TORO SALVAJE dijo...

EXTRAORDINARIO!!!

No sé si podrías mantener este nivel durante toda una novela, creo que si, y si puedes hacerlo esa novela sería una maravilla.

He pagado por muchos libros que no tienen la mitad de nivel de escritura que la tuya.

Te felicito.

Saludos.

manuel rubiales dijo...

¿para cuando ellibro de relatos...?
Tienes material de calidad para unos buenos cuentos o una deliciosa novela.
Palante

mi dijo...

Yo sabía que a Torito le encantaría!!!!!! ojalá los pudiera tener los dos a la vez y tomarme unos vinos con ustedes jajajaja no sé qué sería de mi jajajajajajaja

Anda, sigue escribiendo, que nos deleitas un mundo.

Bacio

Clara dijo...

Maravilloso relato y preciosa contribución y declaración por un Tibet libre.

Estoy totalmente deacuerdo con Manuel, las mejores herencias son las que se quedan en el corazón.

Al igual que tu protagonista, mi padre siempre ha intentado inculcarme el arte de la paciencia...

Besos.

Letizia dijo...

MI padre me enseñó bastante menos y aquí me tienes de princesa de las Españas.

Besos de Princesa

Malena dijo...

Mi querido Antifaz: No tiene desperdicio el post, es una lección detrás de otra para fijarlas en la mente y actuar de esa manera.

Por supuesto que el Tibet será libre algún día. Tú y yo y nuestros corazones lo saben.

Záijían.

@Intimä dijo...

Uff que te digo Antifaz que no te halla dicho, tengo medio centenar de blogs en mis favoritos y creo que de ninguno de ellos salgo tan ensimismada como aquí.
Me gusta mucho la sabiduría oriental, y comentando ese camino del que haces referencia en tu relato, recordé la película "El guerrero pacífico" la cual dice algo así...
"El viaje aporta la felicidad, no el destino."
"¿Dónde estás? Aquí ¿Qué hora es? Ahora
¿Qué eres?Este momento."

Besitos :-)

Anónimo dijo...

la jueza de martos no da una
todo lo hace mal.
al condenado la da la insolvencia
y al inocente le hace culpable y tiene que pagar con los gastos.
como se le puede dar un cargo a una persona ( JUEZA ) que te puede condenar y amargate la vida a toda una familia para siempre.no hay derecho gracias