





Estaba el otro día aburrido de ver eclipses de luna y fumarme el sol inagotable, así que fui a dar un paseo por la calle de la alegría
y me sorprendió que sólo hubiera niños rubios y guapos. La calle desemboca directamente al mar de mis palabras, donde cada ola es un grito, donde no suena el teléfono de las vacaciones pagadas. Joder, cuánto tiempo sin verlas.
Siguen siendo azules, claras e infinitas, y están ahí como la caja de fruta del tendero, que siempre me deja elegir las mejores.
Dejé el antifaz junto a los zapatos que me trajeron hasta aquí y caminé por el agua – sin milagros, santerías, supersticiones ni otras polladas, pura metáfora – hasta que se deja de ver la tierra estable y las casas de humo de los turistas de mi vida. Las huellas salían volando de la arena como pájaros que picaban mis talones. A falta de peine, dejé enredar el pelo en la marea alta.
Las nubes ausentes y el agua eructando olas confundían el horizonte al que habían cortado la hierba – quizá fui yo la última vez que vine – que a veces lo enmaraña y difumina haciéndolo incompresible
y que otras veces es una borrachera que disfrutas mientras tienes la vista nublada. Con la de cosas que he leído yo en el horizonte y ahora no lo entiendo. No se puede buscar un escondite en el mar; dejé el antifaz en la orilla y no sé si estará allí cuando vuelva.
Me encontré con las cosas que nunca he escrito con una de las plumas de un ángel negro que escribe letras blancas con la espuma del mar. Ya no sé si este rojo que da algún color a la sal es de vino o de sangre, a estas alturas será vinagre o pus.
Me encontré con otros barcos que fueron a pique. Cada uno me contaba una historia diferente pero a todos les veía la misma cara. No hay lugar para el teatro aquí en este mar de fantasía. En este mar caben todos los libros que no he leído y que no voy a leer porque les veo el antifaz en la portada. En este campo acuático había puesto yo una cafetería que ahora no encuentro. La habrán cerrado; como yo era el único cliente y hace tiempo que no vengo… Las zarzas marinas se estaban comiendo alguno de los caminos que estuve haciendo cuando no distinguía las tripas del corazón,
cuando usaba la maquinilla de afeitar para dejarme barba a modo de antifaz, cuando era el único náufrago que pisaba esta arena caliente para clavar una bandera sin escudo que al viento esparcía músicas que todavía oigo.
Salí del mar hacia la calle blanca y se escuchaban las carcajadas a lo lejos. Vinieron corriendo hacia mí los niños rubios y guapos: “¿dónde has estado papá?”. “Estuve dando un paseo.”
En el suelo empiezan los vuelos más altos, en el suelo acaban. En el suelo se marcan los caminos del caminante. En el suelo se clavan los tacones de las mujeres que bailan, que andan, que aman, que sufren. En el suelo acaba la gravedad – que diría un científico – o la atracción – que diría un poeta – que la tierra impone a las cosas que no se resisten. El suelo para las caídas. El suelo asoma raíces y frutos. Entre el suelo y el cielo ocurre todo; ¿dónde pensabas ir a que te pasen cosas? El suelo me inspira pensamientos como: “nunca hice una cosa mejor que abrir un blog.” Y otros como: “estoy harto del blog este que me está llevando por caminos que no me gustan.” El suelo es así, como yo, contradictorio; claro y oscuro; dulce y salado; frío y caliente; inerte y vivo. Hasta la luna se esconde en el suelo cuando la inminencia del sol clarea el alba. Hasta el sol corre detrás de ella y nos deja pensando qué hará bajo el suelo después del arco iris horizontal con el que pinta las tardes preciosas de verano.
Aburre como yo últimamente, aunque distrae las miradas al paisaje. Quizá me apetece tirarme al suelo y que pase lo que tenga que pasar. Quizá mis manos ya no son pájaros. Las miro y reconozco mis manos de nuevo después de tanto tiempo. Quizá me inspire más cuanto menos vuele. Quizá llevaba mucho tiempo sin disfrutar de las cosas que se hacen en el suelo y lo descubrí ayer mismo. Quizá me guste más recoger los cacharros del desayuno y hacer las camas de los niños que despegarme del suelo. Quizá estoy cansado de luchar en contra de la fuerza de atracción que me pega al suelo, y necesito dejarme llevar sin pensar en nada. El descanso es el antifaz del cansado, no el deseo. Por eso me tiro al suelo como si me atracaran las palabras. Vale, vale. Vosotras ganáis. No pienso dejarme condenar por un delito de elevación del ego. Tengo los pies en el suelo. Me alimento de lo que el suelo ofrece, pero yo elijo. Me renovaré con el cauce de los ríos que hace tiempo que niego haber visto, y volveré algún día, cuando el suelo se enfríe; pero yo elijo. Que digan, que hablen, que callen; pero yo elijo. Ahora me voy a hacer el amor en el suelo. Y después, un cigarro, que es lo que más apetece después de hacer el amor. Con un cigarro me fumo el suelo, el verano, y mis tonterías. Cuando pueda vuelvo, de verdad. Pero yo elijo. Quizá en otoño, cuando las hojas crujientes no me dejen ver el suelo. Pero yo elijo. Elige tú.
Cierra las cortinas que el calor asfixia, el blog está que arde de ausencias y presencias descalzas, y hasta la luna está sudando estrellas. Cortina espesa como la de mi abuela, con aquellas rayas bandoleras. Cortina fina con sentimientos bordados. Cortina que encierras soledades y compañías, que ocultas paisajes y borrascas. Cortina larga que hace con sus bajos el oleaje de los pasos que no doy. Cortina corta, corto antifaz.
Echa la cortina aunque traspase hasta el tímpano la carraca aguda de los grillos de esta tarde, aunque rompas el instante silencioso de la noche estrenada, apenas oscura, apenas respirable, apenas noche. Cortina, la primera bailarina loca del verano, novia sonriente de los cuatro vientos, que a los cuatro acaricias. Cortinas viejas, tejidas de secretos, de recuerdos colgados en las cortinas de otro verano, que ni al lavarlas se limpian de lo que oyen. Cortinas nuevas, que no saben lo que el sol traiciona y acalora. Si peleas con él perderás como lo hice yo, novata luchadora, pero alegre inconsciente, cortina adolescente. Cortina que deja pasar la música y la siesta, las voces y hasta los susurros, la mitad de los olores, el doble de los versos de un poema.
Echa la cortina, pájaro sin alas con ganas de volar, bridas en la cabeza, estampas en el pecho, pies de plumas, mirilla sin ojos, reloj parado. Nunca se sabe lo que pasa detrás de una cortina, y siempre lo que pasa delante de ella, por eso ponen flores a la entrada de la cortina, para avisar que alguien las cuida antes de cerrarlas. No hay más libertad que encerrarse detrás de una cortina. No hay aire más ligero que el que dejan respirar las cortinas. La diferencia entre una celda y una alcoba es la danza de una cortina. La boca se calla, el oído se cierra, los ojos se ciegan; a qué sentidos llaman las cortinas. Abona la penumbra, dicta sentencia sobre la respiración, cambia el ritmo de los latidos. Tatuaje en la cara, escudo para los cobardes, paraíso para el solitario, alegría para el triste, cueva de promesas, océano de palabras sin sentido, aunque con dirección. Capricho de mujer, atrevimiento para la vergüenza y el fracaso.